TRABAJO PRÁCTICO N°1

 TEXTO SIN FORMATO 

DARLE FORMA AL LIBRO , HACER UN INDICE DE TÍTULOS CON N° DE PÁGINAS 


Introducción 

La concisión, amenidad y eficacia didáctica características de Isaac Asimov hacen de esta Breve Historia de la Química un instrumento inmejorable para todo aquel que esté interesado en aproximarse a esta ciencia. Asimov traza la evolución de este ámbito de conocimiento desde el momento en que el hombre comenzó a efectuar alteraciones en la naturaleza de las sustancias de una forma intuitiva, hasta la edad moderna, momento en el que, a través de la adquisición progresiva de rigor metodológico y la acotación del terreno de estudio, se va constituyendo plenamente como disciplina científica.

Capítulo 1 

La antigüedad 


Los primeros hombres que empezaron a utilizar instrumentos se servían de la naturaleza tal como la encontraban. El fémur de un animal de buen tamaño o la rama arrancada de un árbol eran magníficas garrotas. Y, ¿qué mejor proyectil que una piedra? 

Con el paso de los milenios, los hombres primitivos aprendieron a tallar las piedras, dándoles un borde cortante o una forma que permitiera asirlas fácilmente. El siguiente paso consistió en unir la piedra a un astil de madera tallado para este propósito. Pero, de todas formas, sus piedras talladas seguían siendo piedras, y su madera tallada seguía siendo madera. 

Sin embargo, había ocasiones en que la naturaleza de las cosas sí cambiaba. Un rayo podía incendiar un bosque y reducirlo a un montón de cenizas y restos pulverizados, que en nada recordaban a los árboles que había antes en el mismo lugar. La carne conseguida mediante la caza podía estropearse y oler mal; y el jugo de las frutas podía agriarse con el tiempo, o convertirse en una bebida extrañamente estimulante. 

Este tipo de alteraciones en la naturaleza de las sustancias (acompañadas, como a veces descubrían los hombres, de cambios fundamentales en su estructura) constituyen el objeto de la ciencia que hemos dado en llamar Química. Y una alteración fundamental en la naturaleza y en la estructura de una sustancia es un cambio químico.

La posibilidad de beneficiarse deliberadamente de algunos fenómenos químicos se hizo realidad cuando el hombre fue capaz de producir y mantener el fuego (lo que en términos históricos se conoce como «descubrimiento del fuego»). Tras este hallazgo el hombre se convirtió en un químico práctico al idear métodos para que la madera -u otro material combustible- se combinase con el aire a una velocidad suficiente y producir así luz y calor, junto con cenizas, humo y vapores. Había que secar la madera y reducir a polvo una parte para utilizarla como yesca; había que emplear algún método -como el frotamiento- para alcanzar la temperatura de ignición, y así sucesivamente. 

El calor generado por el fuego servía para producir nuevas alteraciones químicas: los alimentos podían cocinarse, y su color, textura y gusto cambiaban. El barro podía cocerse en forma de ladrillos o de recipientes. Y, finalmente, pudieron confeccionar cerámicas, piezas barnizadas e incluso objetos de vidrio. 

Los primeros materiales que usó el hombre eran universales, en el sentido de que se encuentran en cualquier parte: madera, hueso, pieles, piedras... De todos ellos la piedra es el más duradero, y los útiles de piedra tallada son los documentos más claros de que disponemos actualmente para conocer aquel dilatado periodo. Por eso hablamos de la Edad de la Piedra. 

Aún estaba el hombre en esta época de la piedra tallada cuando, unos 8.000 años a. de C, en la región que ahora conocemos como Oriente Medio, se introdujo un cambio revolucionario en la producción de alimentos: hasta ahora el hombre obtenía la comida cazando, igual que cualquier otro animal. Pero a partir de este momento aprendió a domesticar y cuidar animales, disponiendo así siempre de comida abundante y segura. Y, lo que es aún más importante, aprendió a cultivar las plantas. Como consecuencia de la acumulación de alimentos que trajeron consigo la cría de animales y la agricultura, se registró un importante aumento de la población. La agricultura exige fijar el lugar de residencia, y así nuestros antecesores construyeron viviendas, desarrollándose poco a poco las primeras ciudades. Esta evolución determina literalmente el comienzo de la «civilización», pues esta palabra viene del término que en latín significa «ciudad». 

Durante los dos primeros milenios de esta civilización naciente, la piedra se mantuvo como material característico de los instrumentos, si bien se descubrieron

nuevas técnicas de manufactura. Esta Nueva Edad de la Piedra o Neolítico se caracterizó por un cuidadoso pulido de la piedra. La alfarería fue otro de los factores que contribuyeron al desarrollo. Lentamente, los logros del Neolítico superior se extendieron fuera de la región de Oriente Medio. Hacia el año 4000 a. de C. aparecen características de esta cultura en el oeste de Europa. Pero en esta época las cosas ya estaban suficientemente maduras en Oriente Medio, Egipto y Sumeria, lo que hoy es Irak, para que se produjesen nuevos cambios. 

El hombre empezaba a servirse de unos materiales relativamente raros. Alentado por las útiles propiedades de estos materiales, aprendió a sobrellevar las incomodidades de una búsqueda tediosa y unos procedimientos complicados y llenos de contrariedades. A estos materiales se les conoce por el nombre de metales, palabra que expresa ella misma el cambio, ya que probablemente deriva del vocablo griego que significa «buscar». 

2. Los metales 

Los primeros metales debieron de encontrarse en forma de pepitas. Y con seguridad fueron trozos de cobre o de oro, ya que éstos son de los pocos metales que se hallan libres en la naturaleza. El color rojizo del cobre y el tono amarillo del oro debieron de llamar la atención, y el brillo metálico, mucho más hermoso y sobrecogedor que el del suelo circundante, incomparablemente distinto del de las piedras corrientes, impulsaban a cogerlos. Indudablemente, el primer uso que se dio a los metales fue el ornamental, fin para el que servía casi cualquier cosa que se encontrara: piedrecillas coloreadas, perlas marinas... 

Sin embargo, los metales presentan una ventaja sobre los demás objetos llamativos: son maleables, es decir, que pueden aplanarse sin que se rompan (la piedra, en cambio, se pulveriza, y la madera y el hueso se astillan y se parten). Esta propiedad fue descubierta por casualidad, indudablemente, pero no debió pasar mucho tiempo entre el momento del hallazgo y aquel en que un cierto sentido artístico llevó al hombre a golpear el material para darle formas nuevas que pusieran más de relieve su atractivo. 

Los artífices del cobre se dieron cuenta de que a este metal se le podía dotar de un filo cortante como el de los instrumentos de piedra, y que el filo obtenido se

mantenía en condiciones en las que los instrumentos de piedra se mellaban. Posteriormente vieron cómo un filo de cobre romo podía volver a afilarse con más facilidad que uno de piedra. Solamente la escasez del cobre impidió que su uso se extendiera más, tanto en la fabricación de herramientas como en la de objetos ornamentales. 

El cobre se hizo más abundante cuando se descubrió que podía obtenerse a partir de unas piedras azuladas. Cómo se hizo este descubrimiento, o dónde o cuándo, es algo que no sabemos y que probablemente no sabremos jamás. Podemos suponer que el descubrimiento se hizo al encender un fuego de leña sobre un lecho de piedras en el que había algunos trozos de mineral. Después, entre las cenizas, destacarían pequeñas gotas de cobre brillante. Quizá esto ocurrió muchas veces antes de que alguien observara que si se encontraban piedras azules y se calentaban en un fuego de leña, se producía siempre cobre. El descubrimiento final de este hecho pudo haber ocurrido unos 4.000 años a. de C. en la península del Sinaí, al este de Egipto, o en la zona montañosa situada al este de Sumeria, lo que hoy es Irán. O quizá ocurriera simultáneamente en ambos lugares. En cualquier caso, el cobre fue lo suficientemente abundante como para que se utilizara en la confección de herramientas en los centros más avanzados de la civilización. En una tumba egipcia se ha encontrado una sartén con una antigüedad aproximada de 5.200 años a. de C. En el tercer milenio a. de C. se descubrió una variedad de cobre especialmente dura, obtenida al calentar juntos minerales de cobre y de estaño, casi seguro que por accidente (fig. 1). A la aleación (término que designa la mezcla de dos metales) de cobre y estaño se le llamó bronce, y hacia el año 2000 a. de C. ya era lo bastante común como para ser utilizado en la confección de armas y corazas. Se han hallado instrumentos de bronce en la tumba del faraón egipcio Itetis, que reinó aproximadamente 3.000 años a. de C. 

El acontecimiento histórico más conocido de la Edad del Bronce fue la guerra de Troya, en la que soldados con armas y corazas de bronce disparaban flechas con punta de este metal contra sus enemigos. Un ejército sin armas de metal estaba indefenso frente a los «soldados de bronce», y los forjadores de aquella época gozaban de un prestigio semejante al de nuestros físicos nucleares. Eran hombres poderosos que siempre tenían un puesto entre los reyes. Y su oficio fue divinizado

en la persona de Hefaistos, dios mitológico de la fragua. Incluso hoy día -y no por casualidad- «Smith, o alguno de sus equivalentes, es el apellido más común entre los pueblos de Europa1. 

La suerte iba a favorecer de nuevo al hombre de la Edad del Bronce, que descubrió un metal aún más duro: el hierro. Por desgracia era demasiado escaso y precioso como para poder usarlo en gran cantidad en la confección de armaduras. En efecto, en un principio las únicas fuentes de hierro eran los trozos de meteoritos, naturalmente muy escasos. Además, no parecía haber ningún procedimiento para extraer hierro de las piedras. 

El problema radica en que el hierro está unido mucho más firmemente, formando mineral, de lo que estaba el cobre. Se requiere un calor más intenso para fundir el hierro que para fundir el cobre. El fuego de leña no bastaba para este propósito, y se hizo necesario utilizar el fuego de carbón vegetal, más intenso, pero que sólo arde en condiciones de buena ventilación. 

El secreto de la fundición del hierro fue por fin desvelado en el extremo oriental de Asia Menor, y al parecer en una época tan temprana como 1.500 años a. de C. Los hititas, que habían levantado un poderoso imperio en Asia Menor, fueron los primeros en utilizar corrientemente el hierro en la confección de herramientas. Se conservan cartas que un rey hitita envió a su virrey, destacado en una región montañosa rica en hierro, fechadas aproximadamente en el 1280 a. de C, y en las que se dan detalles inequívocos sobre la producción del metal. 

El hierro puro (hierro forjado) no es demasiado duro. Sin embargo, un instrumento o una armadura de hierro mejoraban al dejar que una cantidad suficiente de carbón vegetal formara una aleación con ese metal. Esta aleación -que nosotros llamamos acero- se extendía como una piel sobre los objetos sometidos a tratamiento y les confería una dureza superior a la del mejor bronce, manteniéndose afilados durante más tiempo. El descubrimiento en territorio hitita de la manufactura del acero marca el punto crucial en la metalurgia del hierro. Un ejército protegido y armado con hierro duro podía enfrentarse a otro ejército pertrechado de bronce con muchas probabilidades de vencer. Estamos en la Edad del Hierro. 

1 «Smith» = forjador, herrero. (N. del T.)

Mineral de hierro y Crisol 


Figura 1. Crisoles primitivos ideados para alcanzar la temperatura adecuada para la reducción de los diferentes minerales. En el horno para cobre (a) la mena fundía en un crisol sobre fuego de leña. La reducción del mineral de hierro (b) requería más calor, y para obtenerlo se llenaba el horno de carbón vegetal, suministrando oxígeno mediante un fuelle. 

Los dorios, antigua tribu griega, equipados con armas de hierro, invadieron la península de Grecia desde el norte, más o menos en el 1100 a. de C, y gradualmente fueron venciendo a los pueblos micénicos que, pese a su más avanzada civilización, sólo disponían de armamento de bronce. Otros grupos de griegos penetraron en Canaán portando armas de hierro. Eran los filisteos, que tan importante papel juegan en los primeros libros de la Biblia. Frente a ellos los israelitas permanecieron indefensos hasta que, bajo el mando de Saúl, fueron capaces de fabricarse sus propias armas de hierro. 

El primer ejército abundantemente equipado con hierro de buena calidad fue el asirio, lo que le permitió, 900 años a. de C., formar un poderoso imperio.

Antes de que apuntaran los días gloriosos de Grecia, las artes químicas habían alcanzado un estado de desarrollo bastante notable. Esto era particularmente cierto en Egipto, donde los sacerdotes estaban muy interesados en los métodos de embalsamado y conservación del cuerpo humano después de la muerte. Los egipcios no sólo eran expertos metalúrgicos, sino que sabían preparar pigmentos minerales y jugos e infusiones vegetales2. 

De acuerdo con cierta teoría, la palabra khemeia deriva del nombre que los egipcios daban a su propio país: Kham. (Este nombre se usa también en la Biblia, donde, en la versión del rey Jacobo, se transforma en Ham.) Por consiguiente, khemeia puede ser «el arte egipcio». 

Una segunda teoría, algo más apoyada en la actualidad, hace derivar khemeia del griego khumos, que significa el jugo de una planta; de manera que khemeia sería «el arte de extraer jugos». El mencionado jugo podría ser sustituido por metal, de suerte que la palabra vendría a significar el «arte de la metalurgia». 

Pero, sea cual sea su origen, khemeia es el antecedente de nuestro vocablo «química». 

3. Grecia: los elementos 

Hacia el año 600 a. de C, el sutil e inteligente pueblo griego dirigía su atención hacia la naturaleza del Universo y la estructura de los materiales que lo componían. Los eruditos griegos o «filósofos» (amantes de la sabiduría) estaban más interesados en el «por qué» de las cosas que en la tecnología y las profesiones manuales. En resumen, fueron los primeros que -según nuestras noticias- se enfrentaron con lo que ahora llamamos teoría química. 

El primer teórico fue Tales (aproximadamente 640-546 a. de C). Quizá existieron griegos anteriores a Tales, e incluso otros hombres anteriores a los griegos, capaces de meditar correcta y profundamente sobre el significado de los cambios en la naturaleza de la materia, pero ni sus nombres ni su pensamiento han llegado hasta nosotros. 

2 Las artes químicas también se desarrollaron en India y China. Sin embargo, la línea del progreso intelectual en química arranca de Egipto, por lo cual voy a limitar mi exposición a esta línea.

Tales fue un filósofo griego nacido en Mileto (Jonia), región situada en el Egeo, la costa oeste de lo que ahora es Turquía. Tales debió de plantearse la siguiente cuestión: si una sustancia puede transformarse en otra, como un trozo de mineral azulado puede transformarse en cobre rojo, ¿cuál es la naturaleza de la sustancia? ¿Es de piedra o de cobre? ¿O quizá es de ambas cosas a la vez? ¿Puede cualquier sustancia transformarse en otra mediante un determinado número de pasos, de tal manera que todas las sustancias no serían sino diferentes aspectos de una materia básica? 


Figura 2. La cosmología alquimista incorporó los «cuatro elementos» de Aristóteles junto con las equivalencias terrestres y celestes, haciendo corresponder los mismos símbolos a los planetas y a 105 metales. Este grabado es original de Robert Fludd (1574-1637), que dio la espalda al espíritu científico de su época y se lanzó a la búsqueda de lo oculto.

Para Tales la respuesta a la última cuestión era afirmativa, porque de esta manera podía introducirse en el Universo un orden y una simplicidad básica. Quedaba entonces por decidir cuál era esa materia básica o elemento3. 

Tales decidió que este elemento era el agua. De todas las sustancias, el agua es la que parece encontrarse en mayor cantidad. El agua rodea a la Tierra; impregna la atmósfera en forma de vapor; corre a través de los continentes, y la vida es imposible sin ella. La Tierra, según Tales, era un disco plano cubierto por la semiesfera celeste y flotando en un océano infinito. 

La tesis de Tales sobre la existencia de un elemento a partir del cual se formaron todas las sustancias encontró mucha aceptación entre los filósofos posteriores. No así, sin embargo, el que este elemento tuviera que ser el agua. 

En el siglo siguiente a Tales, el pensamiento astronómico llegó poco a poco a la conclusión de que el cielo que rodea a la Tierra no es una semiesfera, sino una esfera completa. La Tierra, también esférica, estaba suspendida en el centro de la cavidad formada por la esfera celeste. 


Figura 2a. Robert Fludd 

3 «Elemento» es un vocablo latino de origen incierto. Los griegos no lo utilizaron, pero es tan importante en la química moderna que no hay manera de evitar su empleo, incluso al referirse a Grecia.

Los griegos no aceptaban la noción de vacío y por tanto no creían que en el espacio que hay entre la Tierra y el distante cielo pudiera no haber nada. Y como en la parte de este espacio que el hombre conocía había aire, parecía razonable suponer que también lo hubiese en el resto. 

Tal pudo haber sido el razonamiento que llevó a Anaxímenes, también de Mileto, a la conclusión, hacia el 570 a. de C, de que el aire era el elemento constituyente del Universo. Postuló que el aire se comprimía al acercarse hacia el centro, formando así las sustancias más densas, como el agua y la tierra (figura 2). 

Por otra parte, el filósofo Heráclito (aproximadamente 540-475 a. de C), de la vecina ciudad de Éfeso, tomó un camino diferente. Si el cambio es lo que caracteriza al Universo, hay que buscar un elemento en el que el cambio sea lo más notable. Esta sustancia, para él, debería ser el fuego, en continua mutación, siempre diferente a sí mismo. La fogosidad, el ardor, presidían todos los cambios4. 

En la época de Anaxímenes los persas invadieron las costas jónicas. Tras el fracaso de un intento de resistencia, el dominio persa se volvió más opresivo, y la tradición científica entró en decadencia; pero antes de derrumbarse, los emigrantes jonios trasladaron esta tradición más al oeste. 

Pitágoras de Samos (aproximadamente 582-497 a. de C.), natural de una isla no perteneciente a Jonian, abandonó Samos en el 529 a. de C. para trasladarse al sur de Italia, donde se dedicó a la enseñanza, dejando tras de sí un influyente cuerpo de doctrina. 

Empédocles (aproximadamente 490-430 a. de C), nacido en Sicilia, fue un destacado discípulo de Pitágoras, que también trabajó en torno al problema de cuál es el elemento a partir del que se formó el Universo. Las teorías propuestas por sus predecesores de la escuela jónica lo pusieron en un compromiso, porque no veía de qué manera iba decidirse por una u otra. 

4 Resulta fácil sonreír ante estas incipientes teorías, pero en realidad las ideas legadas por Grecia eran bastante profundas. Probemos a sustituir los términos «aire», «agua», «tierra» y «fuego» por los muy similares de «gas», «líquido» «sólido» y «energía». Los gases pueden volverse líquidos al enfriarse, y sólidos si el enfriamiento continúa. La situación es muy semejante a la imaginada por Anaxímenes. Y la idea que Heráclito tenía sobre el fuego resulta muy parecida a la que ahora se tiene sobre la energía; agente y consecuencia de las reacciones químicas.

Pero, ¿por qué un solo elemento? ¿Y si fueran cuatro? Podían ser el fuego de Heráclito, el aire de Anaxímenes, el agua de Tales y la tierra, que añadió el propio Empédocles. 

Aristóteles (384-322 a. de C), el más influyente de los filósofos griegos, aceptó esta doctrina de los cuatro elementos. No consideró que los elementos fuesen las mismas sustancias que les daban nombre. Es decir, no pensaba que el agua que podemos tocar y sentir fuese realmente el elemento «agua»; simplemente es la sustancia real más estrechamente relacionada con dicho elemento. 

Aristóteles concibió los elementos como combinaciones de dos pares de propiedades opuestas: frío y calor, humedad y sequedad. Las propiedades opuestas no podían combinarse entre sí. De este modo se forman cuatro posibles parejas distintas, cada una de las cuales dará origen a un elemento: calor y sequedad originan el fuego; calor y humedad, el aire; frío y sequedad, la tierra; frío y humedad, el agua. 

Sobre este esquema avanzó todavía un paso más al afirmar que cada elemento tiene una serie de propiedades específicas que le son innatas. Así, es propio de la tierra el caer, mientras que en la naturaleza del fuego está el elevarse. Sin embargo, los cuerpos celestes presentaban características que parecían diferentes de las de las sustancias de la Tierra. En lugar de elevarse o caer, estos cuerpos daban la impresión de girar en círculos inalterables alrededor de la Tierra. 

Aristóteles supuso que los cielos deberían estar formados por un quinto elemento, que llamó «éter» (término que proviene de una palabra que significa «resplandecer», ya que lo más característico de los cuerpos celestes es su luminosidad). Como los cielos no parecían cambiar nunca, Aristóteles consideró al éter como perfecto, eterno e incorruptible, lo que lo hacía muy distinto de los cuatro elementos imperfectos de la tierra. 

Esta teoría de los cuatro elementos impulsó el pensamiento de los hombres durante dos mil años. Si bien ahora está ya muerta, al menos en lo que a la ciencia se refiere, todavía pervive en el lenguaje corriente. Por ejemplo, hablamos de la «furia de los elementos» cuando queremos expresar que el viento (aire) y las nubes (agua) se manifiestan violentamente por efecto de la tormenta. En cuanto al «quinto elemento» (éter), se vio transformado por la lengua latina en la quintaesencia, y cuando hablamos de la «quintaesencia» de algo, queriendo indicar

que se encuentra en el estado más puro y concentrado posible, estamos en realidad invocando la perfección aristotélica. 

4. Grecia: los átomos 

Otro importante tema de discusión encontró un amplio desarrollo entre los filósofos griegos: el debate sobre la divisibilidad de la materia. Los trozos de una piedra partida en dos, incluso reducida a polvo, siguen siendo piedra, y cada uno de los fragmentos resultantes puede volver a dividirse. Estas divisiones y subdivisiones ¿pueden continuar indefinidamente? 

El jonio Leucipo (aproximadamente 450 a. de C.) parece que fue el primero en poner en tela de juicio la suposición aparentemente natural que afirma que cualquier trozo de materia, por muy pequeño que sea, siempre puede dividirse en otros trozos aún más pequeños. Leucipo mantenía que finalmente una de las partículas obtenidas podía ser tan pequeña que ya no pudiera seguir dividiéndose. 

Su discípulo Demócrito (aproximadamente 470-380 a. de C.), afincado en Abdera, ciudad al norte del Egeo, continuó en esta línea de pensamiento. Llamó átomos, que significa «indivisible», a las partículas que habían alcanzado el menor tamaño posible. Esta doctrina, que defiende que la materia está formada por pequeñas partículas y que no es indefinidamente divisible, se llama atomismo. 

Demócrito supuso que los átomos de cada elemento eran diferentes en tamaño y forma, y que eran estas diferencias las que conferían a los elementos sus distintas propiedades. Las sustancias reales, que podemos ver y tocar, están compuestas de mezclas de átomos de diferentes elementos, y una sustancia puede transformarse en otra alterando la naturaleza de la mezcla. 

Todo esto tiene para nosotros un indudable aire de modernidad, pero no debe olvidarse que Demócrito no apeló a la experimentación para corroborar sus afirmaciones. (Los filósofos griegos no hacían experimentos, sino que llegaban a sus conclusiones argumentando a partir de los «primeros principios».) 

Para muchos filósofos, y especialmente para Aristóteles, la idea de una partícula de materia no divisible en otras menores resultaba paradójica, y no la aceptaron. Por eso la teoría atomista se hizo impopular y apenas se volvió a tener en cuenta hasta dos mil años después de Demócrito.

Sin embargo, el atomismo nunca murió del todo. Epicuro (342-270 a. de C.) lo incorporó a su línea de pensamiento, y el epicureismo se granjeó muchos seguidores en los siglos siguientes. Uno de ellos fue el poeta romano Tito Lucrecio Caro (95-55 a. de C), conocido simplemente por Lucrecio. Expuso la teoría atomista de Demócrito y Epicuro en un largo poema titulado De Rerum Natura («Sobre la naturaleza de las cosas»). Muchos lo consideran el mejor poema didáctico jamás escrito. 

En cualquier caso, mientras que los trabajos de Demócrito y Epicuro perecieron, quedando apenas unas pocas citas sueltas, el poema de Lucrecio sobrevivió íntegro, preservando los hallazgos del atomismo hasta nuestros días, en que los nuevos métodos científicos se incorporan a la lucha y la conducen a la victoria final.

Capítulo 2 

La alquimia 

Contenido: 

1. Alejandría 

2. Los árabes 

3. El despertar en Europa 

4. El fin de la alquimia 

1. Alejandría 

En la época de Aristóteles, Alejandro Magno de Macedonia (un reino situado al norte de Grecia) conquistó el vasto Imperio Persa. El imperio de Alejandro se disgregó después de su muerte en el año 323 a. de C., pero los griegos y macedonios mantuvieron el control de grandes áreas de Oriente Medio. Durante varios siglos (el «Período Helenístico») tuvo lugar una fructífera mezcla de culturas. 

Ptolomeo, uno de los generales de Alejandro, estableció un reino en Egipto, cuya capital fue la ciudad de Alejandría (fundada por Alejandro). En Alejandría, Ptolomeo y su hijo (Ptolomeo II) levantaron un templo a las Musas (el «Museo») que cumplía el mismo fin de lo que hoy llamaríamos un Instituto de Investigación y una Universidad. Junto a él se construyó la mayor biblioteca de la antigüedad. 

La maestría egipcia en la química aplicada se unió y fundió con la teoría griega, pero esta fusión no fue totalmente satisfactoria. En Egipto el saber químico estaba íntimamente ligado con el embalsamado de los muertos y el ritual religioso. Para los egipcios, la fuente de todo conocimiento era Thot, el de la cabeza de ibis, dios de la sabiduría. Los griegos, impresionados por la altura de los conocimientos de los egipcios, identificaron a Thot con su propio Hermes y aceptaron una buena dosis de misticismo. 

Los antiguos filósofos jonios habían separado la religión de la ciencia. Esta nueva unión operada en Egipto entorpeció seriamente los posteriores avances en el conocimiento. 

Como el arte de khemeia aparecía tan estrechamente relacionado con la religión, el pueblo llano recelaba a menudo de quienes lo practicaban, considerándolos adeptos

de artes secretas y partícipes de un saber peligroso. (El astrólogo con su inquietante conocimiento del futuro, el químico con su aterradora habilidad para alterar las sustancias, incluso el sacerdote con sus secretos sobre la propiciación de los dioses y posibilidad de invocar castigos servían como modelos de cuentos populares de magos, brujos y hechiceros.) 

Los destinatarios de estos recelos no solían mostrarse resentidos, sino que con frecuencia se crecían, conscientes de que aumentaban su propio poder y quizá también su seguridad. Después de todo, ¿a quién se le iba a ocurrir ofender a un mago? 

Este respeto o recelo popular impulsó a los practicantes de la khemeia a redactar sus escritos mediante simbolismos oscuros y misteriosos. El sentimiento de poder y de estar en posesión de un saber oculto aumentaba aún más con esa oscuridad. Por ejemplo, había siete cuerpos celestes considerados «planetas» («errantes», porque continuamente cambiaban de posición con respecto al fondo estrellado) y también eran siete los metales conocidos: oro, plata, cobre, hierro, estaño, plomo y mercurio (véase figura 2). Pareció atractivo emparejarlos, y llegó un momento en que el oro se designaba comúnmente como «el Sol», la plata como «la Luna», el cobre como «Venus» y así sucesivamente. Los cambios químicos pudieron entonces incluirse en una corriente mitológica. 

Aún quedan recuerdos de aquella época. La denominación del compuesto ahora llamado nitrato de plata era «cáustico lunar». Este nombre, ya en desuso, es un claro indicio de la antigua relación entre la plata y la luna. El mercurio debe su actual nombre al planeta Mercurio. El verdadero nombre antiguo era hydrargyrum («plata líquida»), y el nombre inglés antiguo era el casi idéntico de «quicksilver». 

Esta oscuridad más o menos deliberada sirvió a dos desafortunados propósitos. Primero, retardó el progreso, ya que los que trabajaban en esta materia ignoraban - en parte o del todo-lo que los otros estaban haciendo, de modo que no podían beneficiarse de los errores ni aprender de la lucidez de los demás. En segundo lugar, permitió que charlatanes y engañadores -contando con la oscuridad del lenguaje- se presentaran a sí mismos como trabajadores serios. No podía distinguirse al embaucador del estudioso.

El primer practicante de la khemeia greco-egipcia que conocemos por su nombre fue Bolos de Mendes (aproximadamente 200 a. de C), una población del delta del Nilo. En sus escritos utilizó el nombre de Demócrito, por lo que se le conoce como «Bolos-Demócrito» o, a veces, como «seudo-Demócrito». 

Bolos se dedicó a lo que se había convertido en uno de los grandes problemas de la khemeia: el cambio de un metal en otro y, particularmente, de plomo o hierro en oro (transmutación). 

La teoría de los cuatro elementos consideraba que las diferentes sustancias del universo diferían únicamente en la naturaleza de la mezcla elemental. Esta hipótesis podría ser cierta según se aceptase o no la teoría atomista, ya que los elementos podrían mezclarse como átomos o como una sustancia continua. Realmente parecía razonable pensar que todos los elementos eran intercambiables entre sí. Aparentemente el agua se convertía en aire al evaporarse, y retornaba a la forma de agua cuando llovía. La leña, al calentarla, se transformaba en fuego y vapor (una forma de aire), y así sucesivamente. 

¿Por qué, entonces, considerar algunos cambios como imposibles? Probablemente todo era cosa de dar con la técnica apropiada. Una piedra rojiza podía convertirse en hierro gris a través de un procedimiento que aún no se había descubierto en tiempo de Aquiles, quien tuvo que usar armas de bronce. ¿Qué razón había para que el hierro gris no pudiera convertirse en oro amarillo mediante alguna técnica aún no descubierta en tiempo de Alejandro Magno? 

A través de los siglos muchos químicos se esforzaron honradamente en hallar el medio de producir oro. Sin embargo, algunos estimaron mucho más sencillo y provechoso pretender hallarse en posesión de la técnica y comerciar con el poder y la reputación que ello les proporcionaba. Este engaño se mantuvo hasta la época moderna, pero no voy a tratar de ello en este libro. 

Aunque Bolos en sus escritos da aparentemente detalles o técnicas para la obtención del oro, no podemos realmente considerarlo un fraude. Es posible alear cobre y cinc, por ejemplo, y obtener latón, que tiene un tono amarillo parecido al del oro, y es bastante probable que para los antiguos artesanos la preparación de un metal dorado fuese lo mismo que la preparación de oro.

Durante la dominación romana el arte de la khemeia entró en declive, junto con la decadencia general del conocimiento griego. Después del año 100 d. de C. es prácticamente imposible encontrar ninguna aportación nueva y se asiste al surgimiento de una tendencia a volver cada vez más a las interpretaciones místicas de los primeros pensadores. 

Por ejemplo, hacia el año 300 d. de C. un tratadista nacido en Egipto, Zósimo, escribió una enciclopedia en veintiocho volúmenes que abarcaba todo el saber sobre khemeia acumulado en los cinco o seis siglos precedentes, y en la que había muy poco de valor. Para ser exactos, se puede encontrar ocasionalmente un pasaje con alguna novedad, como la que parece referirse al arsénico. También parece que Zósimo describió métodos para preparar acetato de plomo y que tuvo conocimiento del sabor dulce de este compuesto venenoso (que se ha llamado hasta hoy «azúcar de plomo»). 

La muerte final sobrevino a causa del miedo. El emperador romano Diocleciano temía que la khemeia permitiera fabricar con éxito oro barato y hundir la tambaleante economía del imperio. En tiempos de Zósimo ordenó destruir todos los tratados sobre khemeia, lo que explica el escaso número de ellos que han llegado hasta nosotros. 

Otra razón es que, con el nacimiento de la Cristiandad, el «pensamiento pagano» cayó en desgracia. El museo y la biblioteca de Alejandría resultaron gravemente dañados a causa de los motines cristianos ocurridos a partir del año 400 d. de C. El arte de la khemeia, por su estrecha relación con la religión del antiguo Egipto, se hizo particularmente sospechoso, convirtiéndose prácticamente en clandestino. 

En cierta manera el pensamiento griego desapareció del mundo romano. La Cristiandad se había escindido en sectas; una de ellas era la de los nestorianos, así llamados porque sus miembros seguían las enseñanzas del monje sirio Nestorio, que vivió en el siglo v. Los cristianos ortodoxos de Constantinopla persiguieron a los nestorianos, algunos de los cuales huyeron hacia el este, hasta Persia. Allí los monarcas persas los acogieron con gran deferencia (posiblemente con la esperanza de utilizarlos contra Roma).

Los nestorianos llevaron consigo a Persia el pensamiento griego, incluyendo muchos libros de alquimia, y alcanzaron el cenit de su poder e influencia hacia el año 550 d. de C. 

2. Los árabes 

En el siglo VII los árabes entraron en escena. Hasta entonces habían permanecido aislados en su península desértica, pero ahora, estimulados por la nueva religión del Islam fundada por Mahoma, se extendieron en todas direcciones. Sus ejércitos victoriosos conquistaron extensos territorios del oeste de Asia y norte de África. En el 641 d. de C. invadieron Egipto y, tras rápidas victorias, ocuparon todo el país; en los años siguientes Persia sufrió el mismo destino. 

Fue especialmente en Persia donde los árabes encontraron los restos de la tradición científica griega, ante la que quedaron fascinados. Esta admiración quizá se viera también incrementada por un combate de gran significación práctica. En el año 670 d. de C, cuando sitiaron Constantinopla (la mayor y más poderosa ciudad cristiana), fueron derrotados por el «fuego griego», una mezcla química que ardía con gran desprendimiento de calor sin poder apagarse con agua, y que destruyó los barcos de madera de la flota árabe. Según la tradición la mezcla fue preparada por Callinicus, un practicante de khemeia que había huido de su Egipto natal (o quizás de Siria) ante la llegada de los árabes. 

En árabe khemeia se convirtió en al-kímiya, siendo al el prefijo correspondiente a «la». Finalmente la palabra se adoptó en Europa como alquimia, y los que trabajaban en este campo eran llamados alquimistas. Ahora el término alquimia se aplica a todo el desarrollo de la química entre el 300 a. de C. y el 1600 d. de C. aproximadamente, un período de cerca de dos mil años. 

Entre los años 300 y 1100 d. de C. la historia de la química en Europa es prácticamente un vacío. Después del 650 d. de C. el mantenimiento y la extensión de la alquimia greco-egipcia estuvo totalmente en manos de los árabes, situación que perduró durante cinco siglos. Quedan restos de este período en los términos químicos derivados del árabe: alambique, álcali, alcohol, garrafa, nafta, circón y otros.

La alquimia árabe rindió sus mejores frutos en los comienzos de su dominación. Así, el más capacitado y célebre alquimista musulmán fue Jabir ibn-Hayyan (aproximadamente 760-815 d. de C), conocido en Europa siglos después como Geber. Vivió en la época en que el Imperio Árabe (con Harún al Raschid, famoso por Las mil y una noches) se hallaba en la cúspide de su gloria. 

Sus escritos fueron numerosos y su estilo era relativamente avanzado. Muchos de los libros que llevan su firma pueden haber sido escritos por alquimistas posteriores y atribuidos a él. Describió el cloruro de amonio y enseñó cómo preparar albayalde (carbonato de plomo). Destiló vinagre para obtener ácido acético fuerte, el ácido más corrosivo conocido por los antiguos. Preparó incluso ácido nítrico débil que, al menos en potencia, era mucho más corrosivo. 

Sin embargo, la mayor influencia de Jabir reside en sus estudios relacionados con la transmutación de los metales. Consideraba que el mercurio era el metal por excelencia, ya que su naturaleza líquida le confería la apariencia de poseer una proporción mínima de material terroso. Por su parte, el azufre poseía la notable propiedad de ser combustible (y además poseía el color amarillo del oro). Jabir creía que los diversos metales estaban formados por mezclas de mercurio y azufre, y solamente restaba hallar algún material que facilitase la mezcla de mercurio y azufre en la proporción necesaria para formar oro. 

La antigua tradición sostenía que esta sustancia activadora de la transmutación era un polvo seco. Los griegos lo llamaban xerion, derivado de la palabra griega correspondiente a «seco». Los árabes la cambiaron por al-iksir, y en Europa se convirtió finalmente en elixir. Como una prueba más de que se le atribuían las propiedades de seca y terrosa diremos que en Europa fue llamada vulgarmente la piedra filosofal. (Recordemos que todavía en 1800, un «filósofo» era lo que ahora llamamos un «científico».) 

El sorprendente elixir estaba destinado a poseer otras maravillosas propiedades, y surgió la idea de que constituía un remedio para todas las enfermedades y que podía conferir la inmortalidad. Por ello se habla del elixir de la vida, y los químicos que trataban de conseguir oro podían conseguir igualmente la inmortalidad (también en vano).

En efecto, durante los siglos posteriores, la alquimia se desarrolló según dos vías paralelas principales: una mineral, en la que el principal objetivo era el oro, y otra médica, en la que el fin primordial era la panacea. 

Seguidor de Jabir, y poseedor de análogos conocimientos y reputación, fue el alquimista persa Al Razi (aproximadamente 850-925), conocido más tarde en Europa como Rhazes. También él describió cuidadosamente su trabajo, preparando, por ejemplo, emplasto de París, y describiendo el modo en que podía emplearse para hacer enyesados que mantuviesen en su sitio los huesos rotos. Igualmente estudió y describió el antimonio metálico. Al mercurio (que era volátil, esto es, forma vapor al calentarlo) y al azufre (que era inflamable) añadió la sal como tercer principio en la composición general de los sólidos, porque la sal no era ni volátil ni inflamable. 

Al Razi se interesó más por la medicina que Jabir, y esto dio origen a los aspectos médicos de la alquimia, que continuaron con el persa Ibn Sina (979-1037), mucho más conocido como Avicena, versión latinizada de su nombre. En realidad, Avicena fue el médico más importante entre la época del Imperio Romano y los orígenes de la ciencia moderna. Había aprendido lo bastante de los fracasos de siglos y siglos como para dudar de la posibilidad de formar oro a partir de los metales. Aunque en esto era, y sigue siendo, una excepción entre los alquimistas. 

3. El despertar en Europa 

La ciencia árabe declinó rápidamente después de Avicena. Eran tiempos difíciles para el mundo islámico y se hicieron más difíciles aún como resultado de las invasiones y victorias de los turcos y mongoles, pueblos relativamente bárbaros. La palma del liderazgo científico abandonó a los árabes al cabo de tres siglos, para no volver más, y pasó al oeste de Europa. 

Los europeos occidentales tuvieron su primer contacto íntimo y más o menos pacífico con el mundo islámico como resultado de las Cruzadas. La primera Cruzada fue en 1096, y los cristianos europeos conquistaron Jerusalén en 1099. Durante casi dos siglos consecutivos existió un dominio cristiano en la costa siria, como una pequeña isla en el océano musulmán. Hubo cierta fusión de culturas y el fluir de cristianos que volvían a Europa occidental trajo consigo una cierta apreciación de la

ciencia árabe. En este mismo período, los cristianos españoles iban reconquistando gradualmente el territorio que habían perdido ante el Islam en los primeros ocho siglos. De esta forma, tanto ellos como en general toda la Europa cristiana tuvieron una nueva noción de la brillante civilización morisca que se había desarrollado en España. 

Los europeos supieron que los árabes poseían libros de profundo contenido científico que habían sido traducidos de los originales griegos -los trabajos de Aristóteles, por ejemplo-, así como sus propias producciones -los trabajos de Avicena, entre otros. A pesar de la relativa aversión a manejar los trabajos de aquellos que parecían enemigos mortales e irreconciliables, surgió un movimiento para traducirlos al latín con objeto de que pudiesen utilizarlos los estudiosos europeos. El humanista francés Gerbert (aproximadamente 940-1003), futuro Papa Silvestre II en el año 999, fue uno de los primeros alentadores de este movimiento. 

El escolástico inglés Robert de Chester figura entre los primeros que tradujeron una obra árabe de alquimia al latín, acabando dicho trabajo en 1144. Siguieron muchos otros, y el principal traductor fue el erudito italiano Gerardo de Cremona (aproximadamente 1114-87). Pasó mucho tiempo de su vida en Toledo, que había sido tomado por las tropas cristianas en 1085. Tradujo noventa y dos trabajos árabes, algunos de ellos extraordinariamente largos. 

Así, pues, a partir de 1200 aproximadamente los escolásticos europeos pudieron asimilar los hallazgos alquimistas del pasado e intentar avanzar con ellos, encontrándose, desde luego, con más callejones sin salida que amplias vías de progreso. 

El primer alquimista europeo importante fue Alberto de Bollstadt (aproximadamente 1200-80), más conocido como Alberto Magno. Estudió intensamente los trabajos de Aristóteles, y fue a través de él como la filosofía aristotélica adquirió tanta importancia para la erudición de finales de la Edad Media y principios de la Moderna. Alberto Magno describió el arsénico con tanta claridad en el transcurso de sus experimentos de alquimia, que en ocasiones se le considera como descubridor de esta sustancia, aunque, al menos en forma impura, era probablemente conocida por los antiguos alquimistas.

Un contemporáneo de Alberto Magno fue el monje inglés Roger Bacon (1214-92), a quien hoy día se le conoce mejor por su creencia claramente expresada de que en la experimentación y en la aplicación de técnicas matemáticas a la ciencia residiría la principal esperanza de progreso. Tenía razón, pero el mundo no estaba todavía en condiciones de aceptarlo. 

Bacon intentó escribir una enciclopedia universal del saber, y en sus escritos se encuentra la primera descripción de la pólvora negra. Se le considera a veces como su descubridor, pero no lo fue; el verdadero descubridor es desconocido. En aquella época la pólvora negra contribuyó a destruir el orden medieval de la sociedad, proporcionando a los ejércitos un medio de arrasar los muros de los castillos, y a los hombres de a pie una oportunidad de disparar contra los de a caballo en el combate. Fue el primer símbolo del progreso tecnológico que condujo a los ejércitos europeos a conquistar otros continentes durante los cinco siglos transcurridos entre 1400 y 1900, conquista que sólo en nuestros días está invirtiendo su signo. 

La alquimia en una orientación más mística se encuentra en trabajos atribuidos a los españoles Arnaldo de Vilanova (aproximadamente 1235-1311) y Raimundo Lulio (1235-1315), aunque no es seguro que fueran ellos los verdaderos autores. Estos escritos están profundamente apoyados en la idea de la transmutación, y se ha supuesto incluso (por tradición) que Lulio fabricó oro para el derrochador Eduardo II de Inglaterra. 

Pero el más importante de los alquimistas medievales no se conoce por su nombre, ya que escribió con el seudónimo de Geber, el alquimista árabe que había vivido dos siglos antes. Nada se sabe de este «falso Geber» excepto que fue probablemente español y que escribió alrededor de 1300. Fue el primero en describir el ácido sulfúrico, la sustancia simple más importante de las utilizadas por la industria química en la actualidad (después del agua, aire, carbón y petróleo). Describió también la formación de ácido nítrico fuerte. Estos ácidos se obtenían de los minerales, mientras que los ácidos conocidos con anterioridad, como el acético y el vinagre, procedían del mundo orgánico. 

El descubrimiento de los ácidos minerales fuertes fue el adelanto más importante después de la afortunada obtención del hierro a partir de su mena unos tres mil

años antes. Los europeos lograron llevar a cabo muchas reacciones químicas y disolver numerosas sustancias con ayuda de los ácidos minerales fuertes, cosa que no podían conseguir los griegos ni los árabes con el vinagre, el ácido más fuerte de que disponían. 

En realidad los ácidos minerales eran mucho más importantes para el bienestar de la humanidad de lo que hubiera sido el oro, incluso de haberlo obtenido por transmutación. El valor del oro habría desaparecido tan pronto como éste dejase de ser raro, mientras que los ácidos minerales son tanto más valiosos cuanto más baratos y abundantes. No obstante, la naturaleza humana es tal, que los ácidos minerales no causaron gran impresión, mientras que el oro siguió buscándose ávidamente. 

Pero entonces, después de un prometedor comienzo, la alquimia empezó a degenerar por tercera vez, como había ocurrido primero entre los griegos y después entre los árabes. La caza del oro se convirtió en dominio casi absoluto de charlatanes, aunque los grandes eruditos (Boyle y Newton entre ellos) no pudieron, ya en el siglo XVII resistirse a dedicar a ello sus conocimientos. 

Una vez más, igual que bajo el dominio de Diocleciano mil años antes, el estudio de la química fue prohibido, más por miedo al éxito en la obtención de oro que por indignación ante la charlatanería. El papa Juan XXII la declaró anatema en 1317, y los alquimistas honrados, obligados a trabajar a escondidas, se volvieron más oscuros que antes, mientras que, como siempre, florecieron los químicos deshonestos. 

Nuevos vientos se agitaban cada vez con más violencia en Europa. Los restos del Imperio Bizantino, con su capital en Constantinopla, se extinguían a todas luces. En 1204 fue brutalmente saqueado por los cruzados del oeste de Europa, y muchos documentos del saber griego, que hasta entonces habían permanecido intactos, al menos en aquella ciudad, se perdieron para siempre. 

Los griegos recuperaron la ciudad en 1261, pero a partir de entonces sólo fue una sombra de lo que había sido antes. En los dos siglos posteriores, los ejércitos turcos pusieron cerco sin tregua a la ciudad y, finalmente, en 1453, cayó Constantinopla, que desde entonces ha sido turca. Tanto antes como después de la caída los eruditos griegos huyeron a Europa Occidental, llevando consigo la parte de sus

bibliotecas que pudieron salvar. El mundo occidental sólo llegó a heredar restos del saber griego, pero aun así fueron enormemente estimulantes. 

Esta fue también la época de las grandes exploraciones, a lo que contribuyó en el siglo XIII el descubrimiento de la brújula. En 1497 se exploró la costa de África y se dio la vuelta al continente. Con la posibilidad de llegar a la India por mar y evitar el mundo islámico, Europa podía comerciar directamente con el lejano Oriente. Aún más espectaculares fueron los viajes de Cristóbal Colón entre 1492 y 1504, gracias a los cuales pronto se reveló (aunque el mismo Colón nunca admitió este hecho) que se había descubierto una nueva parte del mundo. 

Los europeos estaban descubriendo tantos hechos desconocidos para los grandes filósofos griegos que empezó a cundir la idea de que, después de todo, los griegos no eran superhombres omniscientes. Los europeos, que habían demostrado ya su superioridad en la navegación, también podían mostrarse superiores en otros aspectos. 

Se destruyó así una especie de bloqueo psicológico, y resultó más fácil poner en duda los hallazgos de los antiguos. 

En esta misma «Era de la Exploración» un inventor alemán, Johann Gutenberg (aproximadamente 1397-1468), proyectó la primera imprenta práctica, utilizando tipos movibles que podían ser desmontados y colocados juntos para imprimir cualquier libro que se desease. Por primera vez en la Historia fue posible producir libros en cantidad y económicamente, sin miedo de que se produjesen errores en las copias (aunque, por supuesto, podía haber errores en la composición). 

Gracias a la imprenta, las concepciones poco populares no se extinguirían necesariamente por falta de alguien que cargara sobre sus espaldas la laboriosa tarea de copiar el libro. Uno de los primeros que apareció en forma impresa fue el poema de Lucrecio, que difundió la concepción atomista a lo largo y ancho de toda Europa. 

En el año 1543 se publicaron dos libros revolucionarios que en la época anterior a la imprenta fácilmente hubieran permanecido ignorados por los pensadores ortodoxos, pero que ahora se extendieron por todas partes y no pudieron ignorarse. Uno de ellos había sido escrito por un astrónomo polaco, Nicolás Copérnico (1473-1543), quien mantenía que la Tierra no era el centro del universo, como habían dado por

sentado los astrónomos griegos, sino que lo era el Sol. El otro libro estaba escrito por un anatomista flamenco, Andreas Vesalius (1514-1564), quien trazó la anatomía humana con una exactitud sin precedentes. Se basaba en observaciones del propio Vesalius y rechazaba muchas de las creencias que databan de las antiguas fuentes griegas. 

Este derrocamiento simultáneo de la astronomía y la biología griegas (aunque las concepciones griegas mantuvieran su influencia en algunas zonas durante un siglo o más) marcó el comienzo de la «Revolución Científica». Esta revolución sólo penetró ligeramente en el mundo de la alquimia, pero infundió algún vigor tanto en los aspectos mineralógicos como médicos de la misma. 

4. El fin de la alquimia 

El nuevo espíritu hizo acto de presencia en los trabajos de dos médicos contemporáneos, uno alemán, Georg Bauer (1494-1555), y otro suizo, Teophrastus Bombastus von Hohenheimm (1493-1591). 

Bauer es más conocido como Agrícola, que en latín quiere decir campesino (lo mismo que 'Bauer' en alemán). Se interesó en la mineralogía por su posible conexión con los fármacos. De hecho, la conexión entre la medicina y los fármacos y la combinación médico-mineralogista fue un rasgo destacado en el desarrollo de la química durante los dos siglos y medio siguientes. El libro de Agrícola De Re Metallica («Sobre la Metalurgia») (ver fig. 3) se publicó en 1556, y en él se reúnen todos los conocimientos prácticos que podían recogerse entre los mineros de la época. 

Este libro, escrito en un estilo claro y con excelentes ilustraciones de maquinaria para la minería, se popularizó rápidamente y hoy día aún permanece como un notable clásico de la ciencia5. De Re Metallica, el más importante trabajo sobre tecnología química anterior a 1700, estableció la mineralogía como ciencia. (El libro más valioso sobre metalurgia y química aplicada anterior al de Agrícola fue el del monje Theophilus, posiblemente griego, que vivió hacia el año 1000 d. de C.) 

5 Es interesante que la única traducción en lengua inglesa del trabajo de Agrícola, publicada en 1912, se deba al que después sería Presidente de los Estados Unidos Herbert Hoover, ingeniero de minas de profesión, y a su esposa. Una magnífica edición con ilustraciones tomadas del original ha sido realizada por Dover Pub.

En cuanto a von Hohenheim, es más conocido por su auto seudónimo Paracelso, que significa «mejor que Celso». Celso fue un romano que escribió sobre medicina, y cuyas obras habían sido recientemente impresas. Ambos fueron objeto de una desmedida y, en el caso de Paracelso, errónea idolatría. 


Figura 3. Portada del libro De Re Metallica, de Agrícola 

Paracelso, como Avicena cinco siglos antes, representó un desplazamiento del centro de interés de la alquimia, el oro, hacia la medicina. Paracelso mantenía que el fin de la alquimia no era el descubrimiento de técnicas de transmutación, sino la preparación de medicamentos que curasen las enfermedades. En la antigüedad lo más frecuentemente usado para estos fines eran las preparaciones con plantas, pero Paracelso estaba sinceramente convencido de la eficacia de los minerales como fármacos. 

Paracelso fue un alquimista de la vieja escuela, a pesar de su insistencia en contra de la transmutación. Aceptó los cuatro elementos de los griegos y los tres principios

(mercurio, azufre y sal) de los árabes. Buscó incesantemente la piedra filosofal en su función de elixir de la vida, e incluso insistió en que la había encontrado. También, con más fundamento esta vez, obtuvo el metal cinc y con frecuencia se le considera su descubridor, pese a que el cinc, en forma de mineral o de aleación con cobre (latón), era conocido desde la antigüedad. 

Paracelso siguió siendo una figura polémica durante medio siglo después de su muerte. Sus seguidores aumentaron el contenido místico de sus concepciones, y en algunos aspectos las redujeron a sortilegios sin sentido. A esta corrupción se unió las desventajas de un momento en el que la alquimia apuntaba cada vez más hacia una etapa de claridad y racionalidad. 

Por ejemplo, el alquimista alemán Andreas Libau (aproximadamente 1540-1616), más conocido por el nombre latinizado de Libavius, publicó una Alquimia en 1597. Este libro era un resumen de los logros medievales en alquimia, y puede considerarse como el primer texto de química de nombre conocido, pues estaba escrito con claridad y sin misticismo. De hecho, atacó con saña las oscuras teorías de los que él llamaba «paracelsianos», si bien estaba de acuerdo con Paracelso en que la función principal de la alquimia era la de auxiliar de la medicina. 

Libavius fue el primero en describir la preparación del ácido clorhídrico, tetracloruro de estaño y sulfato amónico. También describió la preparación del agua regia, una mezcla de ácidos nítrico y clorhídrico cuyo nombre viene de su capacidad para disolver el oro. Incluso sugirió que las sustancias minerales pueden reconocerse por la forma que adoptan los cristales originados al evaporarse sus soluciones. 

Sin embargo, estaba convencido de que la transmutación era posible, y de que el descubrimiento de métodos para fabricar oro era un importante fin del estudio de la química. 

En 1604, un alemán llamado Johann Tholde publicó un texto más especializado (no se sabe nada más sobre su autor). Atribuyó el libro a un monje alemán, Basil Valenine, pero es casi seguro que este nombre no es sino un seudónimo. El volumen, titulado La carroza triunfal del antimonio, trata sobre los usos médicos de este metal y sus derivados. 

Más tarde, un químico alemán, Johann Rudolf Glauber (1604-68), descubrió un método para preparar ácido clorhídrico por medio de la acción del ácido sulfúrico

sobre la sal común. En el proceso obtuvo un residuo, el sulfato sódico, que actualmente se sigue llamando «sal de Glauber». 

Glauber se familiarizó con esta sustancia, la estudió intensivamente y advirtió su actividad laxante. La llamó «sal mirabile» («sal maravillosa») y la consideró como un curalotodo, casi el elixir de la vida. Glauber se dedicó a la fabricación de este compuesto, así como de otros que consideró de valor medicinal y que también resultaron ser de gran valor como modo de ganarse la vida. Si bien esta ocupación era menos espectacular que la fabricación de oro, resultó más útil y provechosa. 

La realidad económica hablaba a gritos incluso para aquellos que se mostraban impenetrables al razonamiento científico. Había demasiado de útil y provechoso en el conocimiento de los minerales y las medicinas como para perder el tiempo en una interminable carrera de locos tras el oro. 

De hecho, en el curso del siglo XVII la alquimia entró en franca decadencia, y en el XVIII se transformó en lo que hoy llamamos química.

Capítulo 3

La transición 

Contenido: 

1. La medida 

2. La ley de Boyle 

3. La nueva concepción de los elementos 

4. El flogisto 

1. La medida 

Con todo, y a pesar de su avance, el conocimiento químico quedó retrasado respecto a otras ramas de la ciencia. 

La importancia de las mediciones cuantitativas y de la aplicación de técnicas matemáticas a la astronomía había sido reconocida desde muy antiguo. Una razón para ello es que los problemas astronómicos que ocupaban a los antiguos eran relativamente simples, y algunos de ellos podían abordarse bastante bien incluso con la geometría plana. 

El científico italiano Galileo Galilei (1564-1642), que en los años 1590-99 estudió el comportamiento de los cuerpos durante su caída, protagonizó espectacularmente la aplicación de las matemáticas y las mediciones cuidadosas a la física. Los resultados de su trabajo condujeron, casi un siglo después, a las importantes conclusiones del científico inglés Isaac Newton (1642-1727). En su libro Principia Mathematica, publicado en 1687, Newton introdujo sus tres leyes del movimiento, que durante más de dos siglos sirvieron como base a la ciencia de la mecánica. En el mismo libro Newton presentó su teoría de la gravitación, que también durante más de dos siglos constituyó una explicación adecuada de las observaciones sobre el universo y que, dentro de los límites de nuestras observaciones personales y de las velocidades que podemos alcanzar, continúa siendo válida en la actualidad. En relación con esta teoría Newton utilizó el cálculo infinitesimal, una nueva y poderosa rama de las matemáticas que él mismo ideó. 

Con Newton, la revolución científica alcanzó su clímax. Ya no quedaba ningún problema pendiente, ni de los griegos ni de la antigüedad en general. Europa

Occidental los había superado ampliamente, y nunca más volvería a mirar hacia atrás. 

Pero este cambio de la descripción meramente cualitativa a las cuidadosas medidas cuantitativas no se registró en la química hasta un siglo después del decisivo trabajo de Newton. De hecho, Newton, mientras construía la estructura de la astronomía y la física con una belleza y una solidez que dejaron atónito al mundo de la ciencia, permanecía inmerso en la alquimia buscando ardientemente por toda Europa recetas para fabricar oro por transmutación. 

Esta persistencia en el error no puede achacarse por completo a los químicos. Si fueron más tardos en adoptar las técnicas matemáticas cuantitativas de Galileo y Newton fue porque el material con el que trabajaban resultaba más difícil de presentar en una forma lo bastante simple como para ser sometido a un tratamiento matemático. 

Con todo, los químicos hacían progresos, y ya en la época de Galileo aparecen débiles indicios de la futura revolución química. Tales indicios surgen, por ejemplo, en los trabajos del médico flamenco Jean Baptiste Van Helmont (1577-1644). Cultivó un árbol en una cantidad determinada de tierra, añadiendo agua periódicamente y pesándolo con cuidado a medida que crecía. Desde el momento en que esperaba descubrir el origen de los tejidos vivientes formados por el árbol, estaba aplicando la medición a problemas de química y biología. 

Hasta la época de Van Helmont, la única sustancia aérea conocida y estudiada era el aire mismo, que parecía lo suficientemente distinto de las otras sustancias como para servir de elemento a los griegos. En realidad, los alquimistas habían obtenido con frecuencia «aires» y «vapores» en sus experimentos, pero eran sustancias escurridizas, pesadas de estudiar y observar y fáciles de ignorar. 

El misterio de estos vapores estaba implícito en el nombre que se dio a los líquidos fácilmente vaporizables: «espíritus», una palabra que originalmente significaba «suspiro» o «aire», pero que también tenía un sentido evidente de algo misterioso y hasta sobrenatural. Todavía hablamos de «espíritus» para ciertos alcoholes o para la trementina. El alcohol es, con mucho, el más antiguo y mejor conocido de los líquidos volátiles; tanto, que en inglés la palabra «spirits» ha terminado por aludir específicamente a los licores alcohólicos.

Van Helmont fue el primero en considerar y estudiar los vapores que él mismo producía. Observó que se parecían al aire en su apariencia física, pero no en todas sus propiedades. En particular, obtuvo los vapores de la madera al arder, que parecían aire, pero que no se comportaban como tal. 

Para Van Helmont, estas sustancias parecidas al aire, sin volumen ni forma determinados, eran algo semejante al «chaos» griego: la materia original, informe y desordenada, a partir de la cual (según la mitología griega) fue creado el universo. Van Helmont aplicó a los vapores el nombre de «chaos», que pronunciado con la fonética flamenca se convierte en gas. Este término se aplica todavía a las sustancias parecidas al aire. 

Van Helmont llamó al gas que obtuvo de la madera «gas silvestre» («gas de madera»). Era el que actualmente llamamos dióxido de carbono. El estudio de los gases, la forma más sencilla de materia, fue el primero que se prestó a las técnicas de medición precisa: sirvió de camino al mundo de la química moderna. 

2. La ley de Boyle 

Hacia el final de la vida de Van Helmont, los gases -en particular el aire, por ser el gas más corriente- alcanzaron una nueva y decisiva importancia. El físico italiano Evangelista Torricelli (1608-47) logró probar, en 1643, que el aire ejercía presión. Demostró que el aire podía sostener una columna de mercurio de setenta centímetros de altura y con ello inventó el barómetro. 

Los gases, de repente, perdieron su misterio. Eran materiales, poseían peso, como los líquidos y los sólidos más fácilmente estudiados. Se diferenciaban de ellos sobre todo en su densidad mucho más baja. 

La presión ejercida por el peso de la atmósfera fue demostrada de modo espectacular por el físico alemán Otto von Guericke (1602-86). Inventó una bomba de aire con la que se podía extraer éste de un recipiente, de manera que la presión del aire en el exterior no llegaba a igualarse con la presión del aire interior. 

En 1654, Guericke preparó dos semiesferas de metal que encajaban mediante un reborde engrasado. Después de unir las dos semiesferas y extraer el aire que contenían mediante una bomba, la presión del aire exterior mantenía las

semiesferas unidas. Yuntas de caballos unidas a cada una de las dos semiesferas y fustigadas para que tirasen lo más posible en direcciones opuestas, no lograron separar las semiesferas. Sin embargo, en cuanto se permitió que el aire volviese a penetrar en las semiesferas, pudieron separarlas. 


Figura 4. La ley de Boyle, que estableció la relación de proporcionalidad inversa entre la presión y el volumen de un gas a temperatura constante, deriva del experimento ilustrado. El mercurio vertido en la rama larga del tubo empuja el aire encerrado hacia la rama corta. Doblando la altura de la columna de mercurio, la de aire se reduce a la mitad. La relación viene expresada en la curva de la parte superior, que es una sección de una rama de hipérbola. 

Este tipo de demostraciones despertaron gran interés por las propiedades del aire. Y excitaron en particular la curiosidad del químico irlandés Robert Boyle (1627-91), quien proyectó una bomba de aire más perfeccionada que la de Guericke. En vez de, por así decir, extraer el aire de un recipiente aspirándolo, probó el procedimiento opuesto de comprimirlo.


Edme Mariotte 

Robert Boyle 

En sus experimentos, Boyle halló que el volumen de una muestra de aire variaba con la presión según una proporción inversa simple (ver figura 4), y lo descubrió vertiendo mercurio gota a gota en un tubo muy largo, de construcción especial, y dejando una muestra de aire en el extremo corto, cerrado, que se ajustaba mediante una espita. Añadiendo más mercurio al extremo largo y abierto podía incrementar la presión del aire encerrado. Si añadía suficiente mercurio como para someter el aire a una presión doble (doble peso de mercurio), el volumen del aire encerrado se reducía a la mitad. Si la presión se triplicaba, el volumen se reducía a un tercio. Por otra parte, si se reducía la presión el aire se expandía. Esta relación en la que el volumen disminuía a medida que aumentaba la presión se publicó por vez primera en 1622, y todavía nos referimos a ella como la ley de Boyle. 

Este fue el primer intento de aplicar mediciones exactas a los cambios en una sustancia de particular interés para los químicos6. 

6 Es preciso señalar, sin embargo, que el cambio estudiado por Boyle no era un cambio químico. El aire, tanto si se comprime como si se expande, continúa siendo aire. Tal cambio en volumen es un cambio físico. El estudio de los cambios físicos de los compuestos químicos concierne a la química física. Ésta no tuvo existencia real hasta dos siglos después de la época de Boyle (véase capítulo 9), pero él puso los cimientos.

Boyle no especificó que la temperatura debe mantenerse constante para que dicha ley sea válida. Probablemente lo realizó así, y supuso que se daría por hecho. El físico francés Edme Mariotte (1630-1684), que descubrió independientemente la ley de Boyle hacia el año 1680, especificó que la temperatura debe mantenerse constante. Por esta razón, en la Europa continental se alude con frecuencia a la ley de Boyle como la ley de Mariotte. 

Los experimentos de Boyle ofrecían un centro de atracción para el creciente número de atomistas. Como se ha dicho antes, el poema de Lucrecio, publicado en una edición impresa, había atraído la atención de los humanistas europeos hacia las opiniones griegas sobre el atomismo. Un filósofo francés, Pierre Gassendi (1592- 1655), se convirtió como resultado de ello en un atomista convencido; y sus escritos impresionaron tanto a Boyle que, a raíz de ello, también éste se convirtió al atomismo. 

Mientras la atención se siguió centrando en los líquidos y sólidos solamente, las pruebas del atomismo no fueron mayores en tiempo de Boyle que en el de Demócrito. Los líquidos y sólidos no pueden comprimirse más que en proporciones insignificantes. Si se componen de átomos, estos átomos deben de estar en contacto, y no pueden situarse más juntos de lo que están. Por lo tanto, es difícil argumentar que los líquidos y los sólidos tienen que estar compuestos de átomos, porque si estuviesen hechos de una sustancia continua sería también muy difícil comprimirlos. ¿Por qué entonces preocuparse por los átomos? 

Sin embargo, el aire, como ya se había observado en los tiempos antiguos y como Boyle ponía ahora en claro espectacularmente, podía comprimirse con facilidad. ¿Cómo podía ocurrir eso, a menos que estuviese formado por átomos minúsculos separados por el espacio vacío? La compresión del aire significaría simplemente, desde este punto de vista, la supresión del espacio vacío en el volumen, colocando a los átomos en estrecho contacto. 

Si se acepta esta opinión sobre los gases, es más fácil creer que también los líquidos y sólidos están compuestos de átomos. Por ejemplo, el agua se evapora. ¿Cómo podía ocurrir esto, a no ser que desapareciese en forma de partículas minúsculas? Y, ¿qué sería más simple, entonces, que suponer que pasa a vapor

átomo a átomo? Si el agua se calienta, hierve, y el vapor se forma de modo visible. El vapor de agua tiene las propiedades físicas de una sustancia semejante al aire y, por tanto, es natural suponer que está compuesto de átomos. Pero, si el agua está compuesta de átomos en su forma gaseosa, ¿por qué no en su forma líquida, así como en su forma sólida de hielo? Y si esto es cierto con el agua, ¿por qué no para toda la materia? 

Este tipo de argumentos resultaban impresionantes, y por primera vez desde que se habían imaginado los átomos, dos mil años antes, el atomismo comenzó a ganar numerosos adeptos. Entre ellos, por ejemplo, Newton. 

No obstante, los átomos seguían siendo un concepto nebuloso. Nada podía decirse sobre ellos, excepto que si se aceptaba su existencia, era más fácil explicar el comportamiento de los gases. Tuvo que pasar otro siglo y medio antes de que el atomismo adquiriese un enfoque bien delineado. 

3. La nueva concepción de los elementos 

Los estudios de Boyle marcan el final de los términos «alquimia» y «alquimista». Boyle suprimió la primera sílaba del término7 en su libro El Químico Escéptico, publicado en 1661. Desde entonces, la ciencia fue la química, y los que trabajaban en este campo eran los químicos. 

Boyle era «escéptico» porque ya no estaba dispuesto a aceptar ciegamente las antiguas conclusiones que se habían deducido de los primeros principios. A Boyle le desagradaban especialmente los antiguos intentos de identificar los elementos del universo por medio de meros razonamientos. En lugar de ello, definía los elementos de una forma real, práctica. Un elemento, tal como se había considerado siempre desde el tiempo de Tales, era una de las sustancias simples primarias de las cuales se componía el universo. Pero ahora cualquier supuesto elemento debería ser examinado con el fin de ver si era realmente simple. Si una sustancia podía descomponerse en sustancias más simples, no se trataba de un elemento, pero las sustancias más simples sí podían serlo, hasta el momento en que los químicos aprendiesen a descomponerlas en sustancias aún más sencillas. 

7 En inglés es «alchemist» y «chemist». (N. del T.)

Además, dos sustancias que fuesen sendos elementos podían unirse íntimamente para formar una tercera sustancia, llamada un compuesto, y en ese caso el compuesto debería poderse descomponer en los dos elementos originales. El término «elemento», en este contexto, tiene sólo un significado práctico. Una sustancia como el cuarzo, por ejemplo, podía considerarse un elemento hasta el momento en que los químicos experimentales descubriesen el modo de convertirla en dos o más sustancias más simples todavía. En realidad, según esta concepción, ninguna sustancia podía ser nunca un elemento excepto en un sentido provisional, ya que nunca había la seguridad de que, al avanzar en los conocimientos, no fuese posible idear un procedimiento para descomponer un supuesto elemento en dos sustancias más simples. 

Hasta la llegada del siglo XX no pudo definirse la naturaleza de los elementos en un sentido no provisional. 

El solo hecho de que Boyle exigiese un enfoque experimental al definir los elementos (enfoque que se adoptó posteriormente), no significa que supiese lo que eran los diversos elementos. Podía haber resultado, después de todo, que el enfoque experimental demostrase que los elementos griegos, fuego, aire, agua y tierra, eran elementos. 

Boyle estaba convencido, por ejemplo, de la validez del punto de vista alquimista de que los metales no eran elementos, y que un metal podía convertirse en otro. En 1689 pidió al gobierno británico que aboliese la ley contra la fabricación alquimista de oro (también ellos temían al trastorno de la economía), porque creía que formando oro de un metal básico, los químicos podrían ayudar a demostrar la teoría atómica de la materia. 

Pero Boyle se equivocó en esto; los metales demostraron ser elementos. En efecto, nueve sustancias que reconocemos ahora como elementos había sido conocidas por los antiguos: los siete metales (oro, plata, cobre, hierro, estaño, plomo y mercurio) y dos no metales (carbono y azufre). Además, había cuatro sustancias reconocidas ahora como elementos, que habían llegado a ser familiares para los alquimistas medievales: arsénico, antimonio, bismuto y cinc. 

El mismo Boyle estuvo a punto de ser el descubridor de un nuevo elemento. En 1680 preparó fósforo a partir de orina. Sin embargo, unos cinco o diez años antes,

el hecho había sido conseguido por un químico alemán, Henning Brand (¿- aproximadamente 1692). 


Thomas Savery y su máquina “El amigo del minero”. 

A Brand se le llama a veces «el último de los alquimistas», y realmente su descubrimiento tuvo lugar cuando estaba buscando la piedra filosofal, que pensaba hallaría (de entre todos los sitios) en la orina. Brand fue el primer hombre que descubrió un elemento que no se había conocido, en ninguna forma, antes del desarrollo de la ciencia moderna. 

4. El flogisto 

Los descubrimientos del siglo XVII relativos a la presión del aire y al fenómeno insólito que se podía llevar a cabo produciendo un vacío y dejando actuar a la presión del aire dieron importantes resultados. A varias personas se les ocurrió que podía producirse un vacío sin utilizar la bomba de aire. 

Supongamos que se hierve agua y se llena una cámara con el vapor, enfriando después la cámara con agua fría. El vapor que hay dentro de la cámara se condensará en gotas de agua, y en su lugar se formará un vacío. Si una de las paredes de la cámara fuese móvil, la presión del aire exterior empujaría entonces la pared hacia dentro de la cámara.

La pared movible podría empujarse «de nuevo hacia afuera, formando más vapor y permitiéndole entrar en la cámara; y podría volver a desplazarse hacia adentro si, una vez más, se condensase el vapor. Si imaginamos que la pared movible forma parte de un pistón, observaremos que el pistón se moverá hacia dentro y hacia fuera, y que este vaivén podría utilizarse, por ejemplo, para impulsar una bomba. 

El resultado de todo esto fue que, por vez primera, la humanidad ya no tendría que depender más de sus propios músculos ni de la fuerza animal. Nunca más habría de estar a expensas de la fuerza favorable o desfavorable del viento, ni de la energía localizada en algunos puntos del agua corriente. 

Figura 5. La máquina de bombeo de Newcomen, que funciona a presión atmosférica. El agua pulverizada en el interior del cilindro condensa el vapor, creado un vacío. El pistón desciende en el vado, para volver hasta arriba del émbolo por una nueva inyección de vapor. 

En su lugar disponía de una fuente de energía a la que podía recurrir en cualquier momento y en cualquier lugar con sólo hervir agua sobre un fuego de leña o de carbón. Este fue el factor decisivo que señaló el comienzo de la «Revolución Industrial».

El creciente interés despertado a partir de 1650 por la posibilidad de encontrar nuevas aplicaciones al fuego y, por medio de las máquinas de vapor, obligarle a realizar los trabajos duros de la tierra, llevó a los químicos a una nueva conciencia del fuego. ¿Por qué algunas cosas arden y otras no? ¿Cuál es la naturaleza de la combustión? 

Según las antiguas concepciones griegas, todo lo que puede arder contiene dentro de sí el elemento fuego, que se libera bajo condiciones apropiadas. Las nociones alquímicas eran semejantes, salvo que se concebían los combustibles como algo que contenían el principio del «azufre» (no necesariamente el azufre real). 

En 1669, un químico alemán, Johann Joachim Becher (1635-82), trató de racionalizar más esta concepción, introduciendo un nuevo nombre. Imaginó que los sólidos estaban compuestos por tres tipos de «tierra». Una de ellas la llamó «térra pinguis» («tierra crasa»), y la intuyó como el principio de la inflamabilidad. 


Georg Ernest Stahl (1660-1734) 

Un seguidor de las doctrinas, más bien vagas, de Becher fue el químico y físico alemán Georg Ernest Stahl (1660-1734). Propuso un nombre aún más nuevo para el principio de la inflamabilidad, llamándole flogisto, de una palabra griega que

significa «hacer arder». Desarrolló después un esquema -basado en el flogisto- que pudiera explicar la combustión. 

Stahl mantenía que los objetos combustibles eran ricos en flogisto, y los procesos de combustión suponían la pérdida del mismo en el aire. Lo que quedaba tras la combustión no tenía flogisto y, por tanto, no podía seguir ardiendo. Así, la madera tenía flogisto, pero las cenizas no. 

Además, Stahl sostenía que el enmohecimiento de los metales era análogo a la combustión de la madera, y afirmó que los metales contenían flogisto, pero no así cuando estaban enmohecidos (o «calcinados»). La idea era importante, porque permitió proponer una explicación razonable sobre la conversión de las menas minerales en metal, el primer gran descubrimiento químico del hombre civilizado. La explicación consistía en esto: una mena mineral, pobre en flogisto, se calienta con carbón vegetal, muy rico en flogisto. El flogisto pasa desde el carbón al mineral, es decir, el carbón vegetal rico en flogisto se transforma en cenizas pobres en flogisto, mientras que con el mineral ocurre precisamente lo contrario. 

Stahl consideró que el aire resultaba útil en la combustión sólo de un modo indirecto. Servía únicamente como transportador, captando el flogisto según abandonaba la madera o el metal y transfiriéndolo a alguna otra cosa (si es que la había disponible). 

La teoría de Stahl sobre el flogisto encontró oposición al principio, en particular la de Hermann Boerhaave (1668-1738), un físico holandés, quien argüía que la combustión ordinaria y el enmohecimiento no podían ser diferentes versiones del mismo fenómeno. 

Está claro que en un caso hay presencia de llama y en el otro no. Pero para Stahl la explicación era que en la combustión de sustancias tales como la madera, el flogisto se libera tan rápidamente que su paso calienta los alrededores y se vuelve visible en forma de llama. En el enmohecimiento, la pérdida de flogisto es más lenta, y no aparece llama. 

A pesar de la oposición de Boerhaave, la teoría del flogisto ganó popularidad a lo largo del siglo xviii. En la década de los setenta era casi universalmente aceptada por los químicos, desde el momento en que parecía explicar tantas cosas y tan claramente.

Pero quedaba una dificultad que ni Stahl ni sus seguidores lograron explicar. Las sustancias más combustibles, como la madera, el papel y la grasa, parecían consumirse en gran parte al arder. El hollín o las cenizas restantes eran mucho más ligeros que la sustancia original, lo cual era de esperar, ya que el flogisto había abandonado la sustancia original. Sin embargo, cuando los metales se enmohecían, también perdían flogisto, de acuerdo con la teoría de Stahl, pero el metal enmohecido era más pesado que el original (un hecho que los alquimistas habían observado ya en 1490). ¿Podía el flogisto tener peso negativo, de modo que una sustancia al perderlo pesaba más que antes, como mantenían algunos químicos del siglo XVIII? En ese caso, ¿por qué la madera perdía peso al arder? ¿Había dos tipos de flogisto, uno con peso positivo y otro con peso negativo? 

Este problema sin resolver no era tan serio en el siglo xviii como nos parece hoy a nosotros. Acostumbrados como estamos a medir los fenómenos con precisión, cualquier cambio inexplicable en el peso nos daría que pensar. Pero los químicos del siglo XVIII aún no habían aceptado la importancia de las mediciones cuidadosas, y no les preocupaban tales cambios. Mientras la teoría del flogisto explicase los cambios de aspecto y las propiedades, cabía ignorar, pensaban ellos, las variaciones en el peso.

Capítulo 4 

Los gases 

Contenido: 

1. Dióxido de carbono y nitrógeno 

2. Hidrógeno y oxígeno 

3. El triunfo de la medida 

4. La combustión 

1. Dióxido de carbono y nitrógeno 

La explicación de los enrevesados cambios de peso durante la combustión había que encontrarla, naturalmente, en los gases que aparecían o desaparecían mientras se formaban los compuestos. Pese al paulatino desarrollo del conocimiento de los gases desde tiempos de Van Helmont, un siglo antes en la época de Stahl aún no se había intentado tomarlos en cuenta como no fuese para reparar en su existencia. Pensando en los cambios de peso durante la combustión, los investigadores solamente tenían ojos para los sólidos y los líquidos. Las cenizas eran más ligeras que la madera, pero, ¿qué ocurría con los vapores liberados por la materia ardiente? No se consideraban. La herrumbre era más pesada que el metal, pero, ¿había tomado la herrumbre algo del aire? No se consideraba. 

Antes de poder subsanar estas deficiencias era preciso que los químicos se familiarizaran más con los gases. Había que vencer el miedo a una sustancia tan difícil de coger, confinar y estudiar. 

El químico inglés Stephen Hales (1667-1761) dio un paso en la dirección correcta, a principios del siglo XVIII, al recoger gases sobre el agua. Los vapores formados como resultado de una reacción química pudieron conducirse, a través de un tubo, al interior de un recipiente que se había colocado lleno de agua y boca abajo en una jofaina con agua. El gas burbujeaba dentro del recipiente, desplazando el agua y forzándola a través del fondo abierto. Al final, Hales obtuvo un recipiente del gas o gases formados en la reacción.

Hales mismo no distinguió entre los diferentes gases que preparó y confinó, ni tampoco estudió sus propiedades, pero el solo hecho de haber ideado una técnica sencilla para retenerlos era de la mayor importancia. 

El químico escocés Joseph Black (1728-99) dio otro importante paso adelante. La tesis que le mereció una graduación en medicina en 1754 trataba sobre un problema químico (era la época en que la medicina y la mineralogía estaban estrechamente interrelacionadas), y publicó sus resultados en 1756. Lo que hizo fue calentar fuertemente la piedra caliza (carbonato cálcico). Este carbonato se descompuso, liberando un gas y dejando cal (óxido de calcio) tras de sí. El gas liberado pudo recombinarse con el óxido de calcio para formar de nuevo carbonato cálcico. El gas (dióxido de carbono) era idéntico al «gas silvestre» de Van Helmont, pero Black lo llamó «aire fijado», porque cabía combinarlo («fijarlo») de tal manera que formase parte de una sustancia sólida. 

Los descubrimientos de Black fueron importantes por varias razones. En primer lugar, mostró que el dióxido de carbono puede formarse calentando un mineral, lo mismo que quemando madera; de este modo se estableció una importante conexión entre los reinos animado e inanimado. 

En segundo lugar, demostró que las sustancias gaseosas no sólo son liberadas por los sólidos y líquidos, sino que pueden combinarse con ellos para producir cambios químicos. Este descubrimiento quitó a los gases mucho de su misterio y los presentó más bien como una variedad de la materia que poseía propiedades en común (al menos químicamente) con los sólidos y líquidos más familiares. 

Por otro lado, Black demostró que cuando el óxido de calcio se abandona en el aire, vuelve lentamente a carbonato cálcico. De esto dedujo (correctamente) que hay pequeñas cantidades de dióxido de carbono en la atmósfera. He aquí la primera indicación clara de que el aire no es una sustancia simple y que, por lo tanto, pese a la concepción griega, no es un elemento según la definición de Boyle. Consiste en una mezcla de por lo menos dos sustancias diferentes, el aire ordinario y el dióxido de carbono. 

Estudiando el efecto del calor sobre el carbonato cálcico, Black midió la pérdida de peso implicada. También midió la cantidad de carbonato cálcico que neutralizaba una determinada cantidad de ácido. Este fue un paso gigante hacia la aplicación de

mediciones cuantitativas a los cambios químicos, un método de análisis que pronto iba a alcanzar su plena madurez con Lavoisier. 

Estudiando las propiedades del dióxido de carbono, Black observó que una vela no podía arder en su seno. Una vela encendida en un recipiente cerrado lleno de aire ordinario termina por apagarse, y el aire que queda no puede volver a mantener una llama. Éste descubrimiento parece ciertamente razonable, puesto que la vela encendida ha formado dióxido de carbono. Pero cuando el dióxido de carbono del aire encerrado se absorbe mediante compuestos químicos, queda algo de aire sin absorber. Este aire que queda y que no tiene dióxido de carbono, tampoco puede mantener una llama. 

Black pasó este problema a uno de sus alumnos, el químico escocés Daniel Rutherford (1749-1819). Rutherford metió un ratón en un volumen cerrado de aire hasta que murió. Encendió luego una vela en el gas que quedaba, hasta que se apagó. Después encendió fósforo en lo que quedaba, hasta que el fósforo dejó de arder. A continuación pasó el aire a través de una sustancia capaz de absorber el dióxido de carbono. El aire restante era incapaz de mantener la combustión; un ratón no pudo vivir en él y una vela colocada en su seno se apagó. 

Rutherford informó de este experimento en 1772. Puesto que tanto él como Black estaban convencidos de la validez de la teoría del flogisto, trataron de explicar sus resultados en términos de dicha teoría: a medida que el ratón respiraba y las velas y el fósforo ardían, el flogisto se liberaba y se unía al aire, junto con el dióxido de carbono formado. Al absorber más tarde el dióxido de carbono, el aire restante seguía conteniendo mucho flogisto, tanto, que estaba saturado de él; no podía aceptar más. Por eso los objetos no seguían ardiendo en él. 

Por este razonamiento, Rutherford llamó al gas que había aislado «aire flogisticado». Hoy día lo llamamos nitrógeno, y concedemos a Rutherford el crédito de su descubrimiento. 

2. Hidrógeno y oxígeno 

Otros dos químicos ingleses, ambos partidarios de la teoría del flogisto, avanzaron aún más en el estudio de los gases por esta época.

Uno de ellos fue Henry Cavendish (1731-1810). Era un excéntrico acaudalado que investigó en diversos campos, pero que se guardaba para sí los resultados de su trabajo y pocas veces los publicaba. Afortunadamente, sí publicó los resultados de sus experiencias sobre los gases. 

Cavendish estaba especialmente interesado en un gas que se formaba cuando los ácidos reaccionaban con ciertos metales. Este gas había sido aislado con anterioridad por Boyle y Hales, y quizá por otros, pero Cavendish, en 1766, fue el primero en investigar sus propiedades sistemáticamente. Por eso se le atribuye por lo general el mérito de su descubrimiento. Dicho gas recibió más tarde el nombre de hidrógeno. 

Cavendish fue el primero en medir el peso de volúmenes determinados de diferentes gases, es decir, determinó la densidad de cada gas. Averiguó que el hidrógeno es extraordinariamente ligero, con una densidad de sólo una catorceava parte la del aire (y hoy día sigue siendo el menos denso de los gases conocidos). Tenía una segunda propiedad extraña: a diferencia del dióxido de carbono y del mismo aire, era fácilmente inflamable. Cavendish, considerando su extrema ligereza e inflamabilidad, especuló con la posibilidad de que fuese el mismo flogisto aislado. 

El segundo químico fue Joseph Priestley (1733-1804), ministro unitario que estaba profundamente interesado, por afición, en la química. Hacia finales de 1760 se hizo cargo de una parroquia en Leeds, Inglaterra, junto a la que, casualmente, había una cervecería. La fermentación del grano produce dióxido de carbono, que Priestley podía así obtener en abundancia para sus experimentos. 

Recogiendo dióxido de carbono sobre agua, observó que una parte se disolvía y daba al agua un agradable sabor ácido. Era lo que en la actualidad llamamos «seltz» o «agua de soda». Y como sólo se necesita añadir esencia y azúcar para producir bebidas gaseosas, Priestley puede considerarse como el padre de la moderna industria de refrescos. 

Priestley empezó a estudiar otros gases a comienzos de la década 1770-79. En esa época sólo se conocían tres gases diferentes: el aire mismo, el dióxido de carbono de Van Helmont y Black, y el hidrógeno de Cavendish. Rutherford añadiría el nitrógeno como cuarto gas. Priestley, por su parte, procedió a aislar y estudiar algunos otros gases.

Su experiencia con el dióxido de carbono le había enseñado que los gases pueden ser solubles en agua y, para no perderlos en sus experimentos, intentó recogerlos sobre mercurio. Por este método logró recoger y estudiar gases como el óxido nitroso, amoniaco, cloruro de hidrógeno y dióxido de azufre (para darles sus nombres actuales), todos los cuales son demasiado solubles en agua para resistir el paso a su través. 

En 1774, el uso del mercurio en su trabajo con los gases dio lugar al descubrimiento más importante de Priestley. El mercurio, cuando se calienta en el aire, forma un «calcinado» de color rojo ladrillo (que ahora llamamos óxido de mercurio). Priestley puso algo de este calcinado en un tubo de ensayo y lo calentó con una lente que concentraba los rayos del sol sobre él. El calcinado se transformó de nuevo en mercurio, que aparecía como bolitas brillantes en la parte superior del tubo de ensayo. Además, la descomposición liberaba un gas de propiedades muy extrañas. Los combustibles ardían antes y con más brillo en este gas que en el aire. Un rescoldo de madera introducido en un recipiente que contuviese dicho gas ardía con llama. 

Priestley trató de explicar este fenómeno recurriendo a la teoría del flogisto. Puesto que los objetos ardían tan fácilmente en este gas, tenían que ser capaces de liberar flogisto con extraordinaria facilidad. ¿Cómo podría ser eso, a menos que el gas fuese una muestra de aire de la que se hubiera extraído el flogisto, de tal modo que aceptaba un nuevo aporte con especial avidez? Así, Priestley llamó a este nuevo gas «aire desflogisticado». (Sin embargo, pocos años después fue rebautizado como oxígeno, nombre que aún conserva.) 

Realmente, el «aire desflogisticado» de Priestley parecía ser el opuesto al «aire flogisticado» de Rutherford. Un ratón moría en este último, pero era particularmente activo y juguetón en el primero. Priestley probó a respirar algo de ese «aire desflogisticado», y se sintió «ligero y cómodo». 

Pero tanto Rutherford como Priestley habían sido precedidos por un químico sueco, Karl Wilhelm Scheele (1742-1786), uno de los químicos que llevaron a Suecia a la vanguardia de la ciencia en el siglo XVIII. 

Uno de ellos, George Brandt (1694-1730), estudió hacia 1730 un mineral azulado que parecía mena de cobre, pero que, para desesperación de los mineros, no daba

cobre cuando se sometía al tratamiento habitual. Los mineros pensaban que era mineral embrujado por los espíritus de la tierra, a los que llamaban «kobolds» (gnomos). Brandt logró demostrar que el mineral no contenía cobre, sino un nuevo metal (que parecía hierro por sus propiedades químicas) al que llamó cobalto, en honor a los espíritus de la tierra. 

En 1751, Axel Fredric Cronstedt (1722-65) descubrió un metal muy semejante, el níquel; Johann Gottlieb Gahn (1745-1818) aisló el manganeso en 1774, y Peter Jacob Hjelm (1746-1813) aisló molibdeno en 1782. 

El descubrimiento de estos nuevos elementos por los suecos demostró la avanzada mineralogía que él practicaba en aquella nación. Cronstedt, por ejemplo, introdujo el soplete en el estudio de los minerales (ver figura 6). Consistía éste en un tubo largo que se estrechaba hacia uno de los extremos y que, cuando se soplaba por el extremo ancho, producía un chorro de aire en el extremo apuntado. Este chorro, dirigido hacia la llama, incrementaba su calor. 


Figura 6. El soplete, introducido en el laboratorio por el químico sueco Constedt (1722-1765), fue un instrumento clave de análisis durante más de un siglo, y se utiliza todavía. El aire soplado por el tubo aumenta y dirige el calor de la llama. 

La llama calentada, actuando sobre un mineral, permitía obtener información acerca de la naturaleza y composición del mineral a partir del color de la llama, de la naturaleza de los vapores formados, de los óxidos de sustancias metálicas que

quedaban, etc. El soplete se mantuvo como herramienta clave de trabajo en análisis químico durante un siglo. 

Mediante las nuevas técnicas -como la del soplete- se adquirió tanto conocimiento sobre los minerales que Cronstedt creyó justificado sugerir que debían clasificarse no sólo de acuerdo con su apariencia, sino también de acuerdo con su estructura química. En 1758 se publicó un libro detallando esta nueva forma de clasificación. 

Este trabajo fue superado por el de otro mineralogista sueco Torbern Olof Bergman (1735-84). Bergman desarrolló una teoría para explicar por qué una sustancia reacciona con otra, pero no con una tercera. Supuso la existencia de «afinidades» (es decir, atracciones) en diverso grado entre las sustancias. Preparó esmeradamente unas tablas donde se registraban las diversas afinidades; estas tablas fueron muy famosas en vida de él y aún varias décadas después. 

Scheele, que se inició como aprendiz de boticario, atrajo la atención de Bergman, que le favoreció y apadrinó. Scheele descubrió una serie de ácidos entre los que se cuentan el ácido tartárico, ácido cítrico, ácido benzoico, ácido málico, ácido oxálico y ácido gálico en el reino vegetal; ácido láctico y ácido úrico en el animal, y ácido molíbdico y ácido arsenioso en el mineral. 

Preparó e investigó tres gases altamente venenosos: fluoruro de hidrógeno, sulfuro de hidrógeno y cianuro de hidrógeno. (Se supone que su temprana muerte fue el resultado de un lento envenenamiento por los compuestos con los que trabajó, y que normalmente probaba.) 

Scheele participó en el descubrimiento de la mayoría de los elementos cuya obtención se atribuye a sus colegas suecos. Pero lo más importante es que preparó oxígeno y nitrógeno en 1771 y 1772. Preparó oxigeno calentando determinado número de sustancias de las que se separaba con facilidad y que incluían el óxido de mercurio utilizado por Priestley un par de años después. 

Scheele describió sus experimentos cuidadosamente, pero por negligencia de su editor, las descripciones no aparecieron en prensa hasta 1777. Para entonces ya habían aparecido los trabajos de Rutherford y de Priestley, que se llevaron la fama de los descubrimientos. 

3. El triunfo de la medida

Los numerosos e importantes descubrimientos hechos en relación con los gases tenían que ser reunidos en una teoría global, lo que ocurrió hacia finales del siglo XVIII. Su autor estaba en escena. Era el químico francés Antoine Laurent Lavoisier (1743-94). 

Desde el principio de sus investigaciones químicas, Lavoisier reconoció la importancia de las mediciones precisas. Así, su primer trabajo importante, en 1764, trata sobre una investigación de la composición del yeso: lo calentó para extraer el agua que contenía, y midió luego la cantidad de agua liberada. Se unió así a los que, como Black y Cavendish, aplicaban la medición a los cambios químicos. Lavoisier, sin embargo, era más sistemático, y la utilizó como instrumento con el que derribar las antiguas teorías que, ya inservibles, no harían sino entorpecer el progreso de la química. 


Antoine Laurent de Lavoiser y señora 

Todavía había quienes, por ejemplo, aún en 1770 se aferraban a la vieja concepción griega de los elementos, y mantenían que la transmutación era posible, puesto que el agua se transformaba en tierra calentándola durante mucho tiempo. Esta suposición parecía razonable (incluso, en un principio, a Lavoisier), puesto que calentando agua durante varios días en un recipiente de cristal, se formaba un depósito sólido.

Lavoisier decidió examinar esta supuesta transmutación con algo más que una simple inspección ocular. Durante 101 días hirvió agua en un aparato que condensaba el vapor y lo devolvía al matraz, de manera que en el curso del experimento no se perdía sustancia alguna. Y, por supuesto, no olvidó la medida. Pesó el agua y el recipiente, antes y después del largo período de ebullición. 

El sedimento sí apareció, pero el agua no cambió de peso durante la ebullición. De forma que el sedimento no pudo haberse formado a partir del agua. Sin embargo, el recipiente, una vez extraído el sedimento resultó que había perdido peso, una pérdida que era justamente el peso del sedimento. En otras palabras, el sedimento no era agua convertida en tierra, sino material del vidrio atacado por el agua caliente y precipitado en fragmentos sólidos. He aquí un ejemplo claro en el que la medida pudo conducir a la demostración de un hecho razonable, mientras que el testimonio de los ojos sólo llevaba a una conclusión falsa. 

Lavoisier se interesó en la combustión, primero, porque éste era el gran problema de la química del siglo xviii, y segundo, porque uno de sus primeros triunfos fue un ensayo sobre la mejora de las técnicas del alumbrado público en 1760-69. Empezó en 1772, cuando se unió a otros químicos para comprar un diamante que calentó en un recipiente cerrado hasta que desapareció. La formación de dióxido de carbono fue la primera demostración clara de que el diamante era una forma de carbono y, por lo tanto, estaba estrechamente relacionado con el carbón, más que con ninguna otra cosa. 

Calentó metales como el estaño y el plomo en recipientes cerrados con una cantidad limitada de aire. Ambos metales desarrollaron en su superficie una capa de «calcinado» hasta un momento determinado en que ésta no avanzaba más. Los partidarios de la teoría del flogisto dirían que el aire había absorbido del metal todo el flogisto que podía retener. Pero, como era bien sabido, el calcinado pesaba más que el propio metal, y sin embargo, cuando Lavoisier pesó todo el recipiente (metal, calcinado, aire, etc.) después del calentamiento, pesaron justamente lo mismo que antes de calentarlos. 

De este resultado se deducía que si el metal había ganado peso al calcinarse parcialmente, entonces algo en el recipiente tenía que haber perdido una cantidad de peso equivalente.

Ese algo, al parecer, podría ser el aire, y en ese caso debería haber un vacío parcial en el recipiente. Efectivamente, cuando Lavoisier abrió el matraz, el aire se precipitó en él, tras lo cual comprobó que el matraz y su contenido habían ganado peso. Lavoisier demostró de esta manera que la calcinación de un metal no era el resultado de la pérdida del misterioso flogisto, sino la ganancia de algo muy material: una parte del aire. 

Ahora le era posible aventurar una nueva explicación sobre la formación de los metales a partir de sus menas; la mena era una combinación de metal y gas. Cuando se calentaba con carbón, éste tomaba el gas del metal, formando dióxido de carbono y dejando tras de sí el metal. 

Así, mientras Stahl decía que el proceso de obtención de un metal por fusión del mineral correspondiente implicaba el paso de flogisto desde el carbón al mineral, Lavoisier decía que lo implicado en el proceso era el paso de gas desde el mineral al carbón. Pero estas dos explicaciones, aunque inversas, ¿no explicaban el mismo hecho? ¿Había alguna razón para preferir la explicación de Lavoisier a la de Stahl? Sí, la había, porque la teoría de Lavoisier sobre la transferencia de gas podía explicar los cambios de peso durante la combustión. 

El calcinado era más pesado que el metal a partir del cual se formaba, a consecuencia del peso de la porción de aire que se incorporaba. La madera también ardía con adición de aire a su sustancia, pero no se observaba aumento de peso porque la nueva sustancia formada (dióxido de carbono) era a su vez un gas que se desvanecía en la atmósfera. Las cenizas que quedaban eran más ligeras que la madera original. Si se quemara madera en un espacio cerrado, los gases formados en el proceso quedarían dentro del sistema, y entonces podría demostrarse que las cenizas, más los vapores formados, más lo que quedaba de aire, mantendrían el peso original de la madera más el aire. 

Lavoisier notó, en efecto, que si en el curso de los experimentos se tenían en cuenta todas las sustancias que tomaban parte en la reacción química y todos los productos formados, nunca habría un cambio de peso (o, utilizando el término más preciso de los físicos, un cambio de masa).

Por eso, Lavoisier mantuvo que la masa no se creaba ni se destruía, sino que simplemente cambiaba de unas sustancias a otras. Esta es la ley de conservación de la masa, que sirvió de piedra angular a la química del siglo XIX8. Las conclusiones a que llegó Lavoisier mediante el uso de la medida fueron de tal magnitud, como puede verse, que los químicos aceptaron sin reservas a partir de este momento el uso de este procedimiento. 

4. La combustión 

Lavoisier no estaba, empero, totalmente satisfecho. El aire se combinaba con los metales para formar un calcinado y con la madera para formar gases, pero no todo el aire se combinaba de esta manera, sino que sólo lo hacía aproximadamente una quinta parte. ¿Por qué ocurría de este modo? 

Priestley, descubridor del «aire desflogisticado», visitó París en 1774 y describió a Lavoisier sus hallazgos. Lavoisier comprendió inmediatamente su significado, y en 1775 publicó sus puntos de vista. 

El aire no es una sustancia simple, propuso, sino una mezcla de dos gases en una proporción de 1 a 4. Un quinto del aire era el «aire desflogisticado» de Priestley (si bien Lavoisier, desgraciadamente, olvidó conceder a Priestley el debido mérito). Era esta porción del aire, y sólo ésta, la que se combinaba con los materiales en combustión o en proceso de enmohecimiento; la que se transfería desde el mineral al carbón, la que era esencial para la vida. 

Fue Lavoisier quien dio a este gas su nombre, oxígeno, derivado de los vocablos que en griego significan «productor de ácidos», pues Lavoisier tenía la idea de que el oxígeno era un compuesto necesario de todos los ácidos. En esto, como se demostró posteriormente, estaba equivocado. 

Las cuatro quintas partes restantes del aire, que no podían mantener la combustión ni la vida (el aire «flogisticado» de Rutherford), constituían también un gas diferente. Lavoisier lo llamó «ázoe» (de la palabra griega que significa «sin vida»), pero posteriormente lo reemplazó el término nitrógeno. Esta palabra significa «que 

8 A principios del siglo XX se halló que esta ley era incompleta, pero la corrección que se hizo necesaria a causa del creciente refinamiento de la ciencia de este siglo es muy pequeña, y puede despreciarse en las reacciones que ordinariamente tienen lugar en los laboratorios.

forma salitre», ya que se descubrió que el nitrógeno formaba parte de la sustancia de este mineral. 

Lavoisier estaba convencido de que la vida se mantenía por algún proceso semejante a la combustión9, puesto que lo que inspiramos es aire rico en oxígeno y pobre en dióxido de carbono, mientras que el que exhalamos está empobrecido en oxígeno y enriquecido en dióxido de carbono. Él y su colaborador, Pierre Simón de Laplace (1749-1827) -que más tarde se convertiría en un famoso astrónomo intentaron medir el oxígeno tomado y el dióxido de carbono liberado por los animales. Los resultados fueron algo desconcertantes, pues parte del oxígeno inhalado no aparecía en el dióxido de carbono espirado. 

En 1783 Cavendish aún estaba trabajando con su gas inflamable. Quemó una muestra de éste y estudió sus consecuencias, comprobando que los vapores producidos al arder se condensaban para formar un líquido que, al investigarlo, resultó ser nada más y nada menos que agua. 

Este experimento fue de importancia crucial. En primer lugar, era otro duro golpe a la teoría griega de los elementos, porque demostró que el agua no era una sustancia simple, sino el producto de la combinación de dos gases. Lavoisier, enterado del experimento, llamó al gas de Cavendish hidrógeno («productor de agua»), y dedujo que el hidrógeno ardía por combinación con el oxígeno, y que, por tanto, el agua era una combinación de hidrógeno y oxígeno. También consideró que la sustancia de los alimentos y de los tejidos vivos contenía una combinación de carbono e hidrógeno, de manera que cuando se inhalaba aire, el oxígeno se consumía formando no sólo dióxido de carbono a partir del carbono, sino también agua a partir del hidrógeno. Esta explicación aclaraba el hecho de que parte «del oxígeno no podía medirse en sus primeros experimentos sobre la respiración10. 

9 En esto demostró estar en lo cierto. 

10 El químico ruso Mijaíl Vasilievich Lomonósov (1711-65) se adelantó en casi veinte años a las teorías de Lavoisier, al rechazar en 1756 la teoría del flogisto y sugerir que los objetos se combinan al arder con una parte del aire. Por desgracia publicaba en ruso, y los químicos de Europa Occidental, incluido Lavoisier, no tuvieron noticia de su trabajo. Lomonósov también tenía puntos de vista sorprendentemente modernos sobre los átomos y el calor, que estaban cincuenta o cien años por delante de su tiempo. Fue un hombre muy notable que sufrió la mala suerte de haber nacido en Europa Oriental en un momento en que el avance científico estaba concentrado en Occidente.

Las nuevas teorías de Lavoisier suponían una completa racionalización de la química. Todos los misteriosos «principios» habían caído con ella. En el futuro solamente interesarían a los químicos los materiales que pudieran pesarse o medirse. 

Tras establecer esta base, Lavoisier comenzó a levantar la superestructura. Durante la década de 1780-89, en colaboración con otros tres químicos franceses, Louis Bernard Guyton de Morveau (1737-1816), Claude Louis Berthollet (1748-1822) y Antoine François de Fourcroy (1755-1808), elaboró un sistema lógico de nomenclatura que se publicó en 1787. 

La química no volvería a ser un fárrago de nombres como en los días de la alquimia, cuando cada tratadista utilizaba su propio sistema y confundía a los demás. 


Figura 7. Los experimentos de Lavoisier fueron ilustrados en sus Elementos de Química con dibujos de Mme. Lavoisier.

Se tendría en lo sucesivo un sistema reconocido que todos pudieran usar; un sistema basado sobre principios lógicos, de modo que cualquiera pudiese deducir los elementos de que estaba formado un compuesto a partir del nombre de éste. Por ejemplo, el óxido de calcio estaba hecho de calcio y oxígeno; el cloruro sódico, de sodio y cloro; el sulfuro de hidrógeno, de azufre e hidrógeno; etc. 

Asimismo, se puso a punto un cuidadoso sistema de prefijos y sufijos que proporcionara alguna indicación acerca de las proporciones en las que estaban presentes los distintos elementos. Así, el dióxido de carbono contenía más oxígeno que el monóxido de carbono. Por otra parte, el clorato de potasio tenía más oxígeno que el clorito, mientras que el perclorato tenía aún más que el clorato, y el cloruro no tenía nada de oxígeno. 

En 1789 Lavoisier publicó un libro (Tratado elemental de Química) que aportó al mundo una visión unificada del conocimiento químico en base a sus nuevas teorías y nomenclatura. Fue el primer texto moderno de química. 

Entre otras cosas, el libro incluía una lista de todos los elementos conocidos hasta entonces (o, más bien, de todas las sustancias que Lavoisier consideró elementos según el criterio de Boyle, y que no pudo descomponer en otras más sencillas) (véase fig. 8). Es un mérito que hay que reconocer a Lavoisier el que de las 33 sustancias enumeradas solamente dos estaban completamente equivocadas. Estas dos eran la «luz» y el «calórico» que, como resultó evidente en las décadas posteriores a Lavoisier, no eran sustancias, sino formas de energía. 

De las 31 restantes, algunas eran verdaderos elementos de acuerdo con los requisitos actuales. Éstos incluían sustancias -como el oro y el cobre- que se conocían desde antiguo, así como otras, como el oxígeno y el molibdeno, que se habían descubierto pocos años antes de la publicación del libro de Lavoisier. Ocho de las sustancias enumeradas (la cal y la magnesia, por ejemplo) no se volvieron a aceptar como elementos, puesto que ya en la época de Lavoisier se habían descompuesto en sustancias más sencillas. Pero, en cualquier caso, una de aquellas sustancias simples resultó ser un nuevo elemento. 

Hubo alguna oposición ante los nuevos puntos de vista de Lavoisier (que se han mantenido hasta la actualidad), sobre todo por parte de ciertos partidarios

acérrimos del flogisto, Priestley entre ellos. Pero otros aceptaron con entusiasmo la nueva química. Bergman, en Suecia, fue uno de éstos. En Alemania, el químico Martin Heinrich Klaproth (1743-1817) fue uno de los primeros conversos. Su aceptación de las teorías de Lavoisier fue importante, ya que al ser Stahl alemán, había cierta tendencia entre los germanos a adherirse al flogisto como gesto patriótico. (Klaproth alcanzó la fama después de haber descubierto algunos elementos: el uranio y el circonio, en 1789.) 


Figura 8. Lista de elementos reunidos por Lavoisier, aparecida en sus Elementos de Química 

El mismo año en que se publicó el libro de Lavoisier, triunfó la Revolución Francesa, degenerando rápidamente en los feroces excesos del Terror. Lavoisier, por desgracia, estaba relacionado con una organización de recaudadores de impuestos que los revolucionarios consideraban un instrumento de corrupción de la odiada

monarquía. Ejecutaron en la guillotina a todos los funcionarios que lograron prender. Uno de ellos era Lavoisier. 

Así, en 1794, uno de los más grandes químicos que jamás ha existido, fue muerto innecesaria e inútilmente en lo mejor de su vida. «Bastó un instante para cercenar esa cabeza, y quizá un siglo no baste para producir otra igual», dijo Joseph Lagrange, el insigne matemático. Lavoisier es universalmente recordado en la actualidad como «el padre de la química moderna».


Figura 8 a y b.

Capítulo 5 

Los átomos 

Contenido: 

1. La ley de Proust 

2. La teoría de Dalton 

3. Hipótesis de Avogadro 

4. Pesos y símbolos 

5. Electrólisis 

1. La ley de Proust 

Los éxitos de Lavoisier estimularon a los químicos a buscar y explorar otras áreas en las que las mediciones precisas pudieran iluminar el estudio de las reacciones químicas. Los ácidos constituían una de estas áreas. 

Los ácidos forman un grupo natural que comparten un cierto número de propiedades. Son químicamente activos, reaccionando con metales tales como el cinc, estaño o hierro, disolviéndolos y produciendo hidrógeno. Tienen sabor agrio (si se diluyen o rebajan lo suficiente como para probarlos con impunidad), provocan manchas y cambian los colores de un modo determinado, etc. 

Opuesto a los ácidos hay otro grupo de sustancias llamadas bases. (Las bases fuertes se llaman álcalis.) Son también químicamente activas, de sabor amargo, cambian el tono de los colores de modo opuesto al inducido por los ácidos, etc. En particular, las soluciones de ácidos pueden neutralizar soluciones de bases. En otras palabras, si los ácidos y las bases se mezclan en proporciones convenientes, la mezcla muestra unas propiedades que no son ni de ácido ni de base. La mezcla será una solución de sal, que, en general, es un compuesto mucho más ligero que un ácido o una base. Así, si una solución de ácido clorhídrico, fuerte y cáustico, se mezcla con la cantidad conveniente de hidróxido sódico, álcali fuerte y cáustico, se transformará en una solución de cloruro sódico, sal común de cocina. 

El químico alemán Jeremías Benjamín Richter (1762-1807) dirigió su atención hacia estas reacciones de neutralización y midió la cantidad exacta de los diferentes ácidos que se precisaban para neutralizar una cantidad determinada de una base

particular, y viceversa. Por medio de mediciones cuidadosas halló que se necesitaban cantidades fijas y definidas. No existía el margen con que un cocinero puede contar en la cocina, donde un poco de más o de menos en algunos ingredientes no es demasiado importante. En lugar de ello había algo así como un peso equivalente: un peso fijo de un compuesto reaccionaba con un peso fijo de otro. Richter publicó su trabajo en 1792. 

Dos químicos franceses estaban empeñados en una enconada batalla para ver si esta suerte de exactitud existía no solamente en la neutralización ácido-base, sino a través de toda la química. Dicho brevemente: si un compuesto determinado estaba formado de dos elementos (o tres, o cuatro), ¿están esos elementos siempre presentes en este compuesto en las mismas proporciones fijas o pueden variar estas proporciones según el método de preparación del compuesto? Berthollet, uno de los que colaboraron con Lavoisier en el establecimiento de la moderna terminología química, pensaba lo último. De acuerdo con el punto de vista de Berthollet, un compuesto formado por los elementos x e y podía contener una cantidad de x mayor si se preparaba utilizando un gran exceso de x. 

Opuesta a los puntos de vista de Berthollet estaba la opinión de Joseph Louis Proust (1754-1826), quien hizo su trabajo en España, a salvo (durante algún tiempo) de las convulsiones de la Revolución Francesa. Utilizando análisis cuidadosos y concienzudos, Proust demostró en 1799 que el carbonato de cobre, por ejemplo, contenía cobre, carbono y oxígeno en proporciones definidas en peso, no importando cómo se hubiera preparado en el laboratorio ni cómo se hubiera aislado de las fuentes naturales. La proporción era siempre de 5,3 partes de cobre por 4 de oxígeno y 1 de carbono. 

Proust llegó a demostrar que una situación similar prevalecía también para muchos otros compuestos, y formuló la generalización de que todos los compuestos contenían elementos en ciertas proporciones definidas y no en otras combinaciones, independientemente de las condiciones bajo las que se hubiesen formado. Esto se llamó la ley de las proporciones definidas o, a veces, ley de Proust. (Proust también demostró que Berthollet, al presentar la evidencia de que ciertos compuestos variaban en su composición de acuerdo con el método de preparación, se equivocó

por culpa de los análisis poco precisos y por el uso de productos que habían sido purificados insuficientemente.) 

Durante los primeros años del siglo XIX quedó bastante claro que Proust estaba en lo cierto. Otros químicos verificaron la ley de las proporciones definidas, y ésta se convirtió en la piedra angular de la química11. 

A partir del momento en que se dio a conocer la ley de Proust empezaron a plantearse dentro del panorama de la química una serie de problemas muy importantes. 

Después de todo, ¿por qué había de ser cierta la ley de las proporciones definidas? ¿Por qué un cierto compuesto tenía que estar hecho siempre de 4 partes de x y 1 parte de y, pongamos por caso, y nunca de 4,1 partes de x o 3,9 partes de x por 1 parte de y? Si la materia fuese continua, sería difícil de entender esto. ¿Por qué no podrían los elementos mezclarse en proporciones ligeramente variables? 

Por el contrario, ¿qué ocurriría si la materia fuese de naturaleza atómica? Supongamos que un compuesto se forma cuando un átomo de x se une con un átomo de y y no de otra manera. (Tal combinación de átomos acabaría por llamarse molécula, de la palabra latina que significa «pequeña masa».) Supongamos, a continuación, que cada átomo de x pesase 4 veces más que cada átomo de y. Entonces, el compuesto tendría que tener exactamente 4 partes de x y 1 parte de y. Para variar tales proporciones sería necesario que un átomo de y estuviese unido a un poco más o un poco menos que un átomo de x. Toda vez que un átomo, ya desde el tiempo de Demócrito, se había considerado como una parte de materia indivisible, no era razonable esperar que una pequeña parte pudiera abandonar un átomo, o que una fracción de un segundo átomo pudiera añadirse a él. 

En otras palabras, si la materia estaba formada de átomos, entonces la ley de las proporciones definidas se deducía como una consecuencia natural. Por otra parte, a partir del hecho de que la ley de las proposiciones definidas fue observada efectivamente, puede deducirse que los átomos son verdaderamente objetos indivisibles. 

11 Es cierto que algunas sustancias pueden variar, dentro de ciertos límites, en su constitución fundamental. Son casos especiales. Los compuestos sencillos que atrajeron la atención de los químicos de 1800 se atenían firmemente a la ley de las proporciones definidas.

2. La teoría de Dalton 

El químico inglés John Dalton (1766-1844) consideró detenidamente esta cadena de razonamientos, ayudado por un descubrimiento propio. Dos elementos, averiguó, pueden combinarse, después de todo, en más de una proporción, en cuyo caso exhiben una gran variación de proporciones de combinación y en cada variación se forma un compuesto diferente (ver fig. 9). 


Figura 9. Símbolos de Dalton para algunos de los elementos y compuestos. Entre ellos, hidrógeno (1); carbono (3); oxígeno (4); cobre (15); plata (17); oro (19); agua (21). Se equivocó con el agua, describiéndola como H20 en lugar de H20, pero sus fórmulas para el monóxido de carbono (25) y dióxido de carbono (28) eran correctas 

Como ejemplo sencillo consideremos los elementos carbono y oxígeno. Las mediciones muestran que tres partes de carbono (en peso) combinarán con ocho partes de oxígeno para formar dióxido de carbono. Sin embargo, tres partes de

carbono y cuatro partes de oxígeno producen monóxido de carbono. En tal caso se comprueba que las diferentes cantidades de oxígeno que se combinan con una cantidad fija de carbono están relacionadas en la forma de números enteros sencillos. Las ocho partes presentes en el dióxido de carbono son exactamente el doble que las cuatro partes presentes en el monóxido de carbono. 

Esta es la ley de las proporciones múltiples. Dalton, después de observar su existencia en una cierta cantidad de reacciones, la publicó en 1803. La ley de las proporciones múltiples encaja limpiamente con las nociones atomistas. Supongamos, por ejemplo, que el peso de los átomos de oxígeno sea siempre 1-1/3 veces el peso de los átomos de carbono. Si el monóxido de carbono se forma a través de la combinación de un átomo de carbono con un átomo de oxígeno, el compuesto debe constar de tres partes en peso de carbono y cuatro partes de oxígeno. 

Entonces, si el dióxido de carbono está formado de un átomo de carbono y dos átomos de oxígeno, la proporción debe ser naturalmente de tres partes de carbono por ocho de oxígeno. 

Las relaciones en forma de múltiplos sencillos reflejarían la existencia de compuestos cuya constitución difiere en átomos completos. Indudablemente, si la materia consistiese en pequeños átomos indivisibles, éstas serían precisamente las variaciones en su constitución que esperaríamos encontrar, y la ley de las proporciones múltiples tendría pleno sentido. 

Cuando Dalton expuso en 1803 su nueva versión de la teoría atómica basada en las leyes de las proporciones definidas y de las proporciones múltiples, reconoció su deuda con Demócrito manteniendo el término «átomo» para las pequeñas partículas que formaban la materia. 

En 1808 publicó Un Nuevo Sistema de Filosofía Química, en el que discutía con gran detalle su teoría atómica. En ese mismo año su ley de las proporciones múltiples quedó ratificada por las investigaciones de otro químico inglés, William Hyde Wollaston (1766-1828). A partir de entonces Wollaston prestó el apoyo de su influencia a la teoría atómica, y con el tiempo la opinión de Dalton ganó una aceptación general.

De este modo, la teoría atómica fue un golpe mortal (si es que hacía falta alguno) a la creencia en la posibilidad de la transmutación en términos alquímicos. Toda la evidencia parecía apuntar hacia la posibilidad de que cada uno de los diferentes metales constase de un tipo distinto de átomos. Toda vez que los átomos se consideraban generalmente como indivisibles e invariables, no cabía pensar en transformar un átomo de plomo en otro de oro bajo ninguna circunstancia. El plomo, por lo tanto, no podría transmutarse en oro12. 

Los átomos de Dalton eran, claro está, demasiado pequeños como para verse, incluso al microscopio; la observación directa era impensable. Sin embargo, las medidas indirectas podían aportar información sobre sus pesos relativos. Por ejemplo, una parte (en peso) de hidrógeno se combinaba con ocho partes de oxígeno para formar agua. Si se suponía que una molécula de agua constaba de un átomo de hidrógeno y un átomo de oxígeno, entonces podía deducirse que el átomo de oxígeno era ocho veces más pesado que el átomo de hidrógeno. Si se decide tomar el peso del átomo de hidrógeno arbitrariamente igual a 1, entonces el peso del átomo de oxígeno en esta escala sería 8. 

Por otra parte, si una parte de hidrógeno se combina con cinco partes de nitrógeno para formar amoniaco, y si se supone que la molécula de amoniaco está formada de un átomo de hidrógeno y otro de nitrógeno, puede deducirse que el átomo de nitrógeno tiene un peso de 5. 

Razonando de este modo, Dalton confeccionó la primera tabla de pesos atómicos. Esta tabla, aunque quizá sea su más importante contribución individual, resultó estar bastante equivocada en muchos puntos. El principal fallo reside en la insistencia de Dalton en que las moléculas estaban formadas por el apareamiento de un solo átomo de un elemento con un solo átomo de otro. Sólo se apartó de esta posición cuando era absolutamente necesario. 

Con el tiempo se vio, sin embargo, que esa combinación uno-a-uno no era necesariamente el caso más frecuente. El desacuerdo se manifestó concretamente 

12 Un siglo después de Dalton esta opinión hubo de ser modificada. Un átomo podía, después de todo, transformarse en otros Los métodos usados para lograrlo, sin embargo, eran tales que ningún alquimista los imaginó jamás, ni podría haberlos llevado nunca a cabo.

en relación con el agua, incluso antes de que Dalton hubiese propuesto su teoría atómica. 

Aquí, por vez primera, la fuerza de la electricidad invadió el mundo de la química. El conocimiento de la electricidad data de los antiguos griegos, quienes hallaron que el ámbar, al frotarlo, adquiere el poder de atraer objetos ligeros. Siglos después, el físico inglés William Gilbert (1540-1603) fue capaz de demostrar que no es solamente el ámbar el que se comporta así, sino que también otras sustancias adquieren poder de atracción al frotarlas. Hacia 1600 sugirió que las sustancias de este tipo se llamasen «eléctricas», de la palabra que en griego significa ámbar. En consecuencia, una sustancia que adquiere tal poder, por frotamiento o de otra manera, se dice que lleva una carga eléctrica o que contiene electricidad. 

El químico francés Charles François de Cisternay du Fay (1698-1739) descubrió en 1733 que había dos tipos de carga eléctrica: una que surgía en el vidrio («electricidad vitrea») y otra que podía crearse en el ámbar («electricidad resinosa»). Las sustancias que portaban un tipo de carga atraían a las de tipo contrario, mientras que dos sustancias que llevasen el mismo tipo de carga se repelían entre sí. 

Benjamín Franklin (1706-90), que fue el primer gran científico norteamericano, así como gran estadista y diplomático, sugirió en 1740 la existencia de un solo fluido eléctrico. Cuando una sustancia contenía una cantidad de fluido eléctrico mayor que la normal, poseía uno de los dos tipos de carga; cuando contenía menos cantidad que la normal, poseía el otro tipo. 

Franklin supuso que era el vidrio el que tenía una cantidad de fluido eléctrico superior al normal, de modo que le asignó una carga positiva. La resina, según él, llevaba una carga negativa. Los términos de Franklin se vienen utilizando desde entonces, si bien su uso lleva a un concepto de flujo de corriente opuesto al que ahora se sabe que ocurre de hecho. 

El físico italiano Alessandro Volta (1745-1827) avanzó un paso más. En 1800 halló que dos metales (separados por soluciones capaces de conducir una carga eléctrica) podían disponerse de modo que una nueva carga se crease tan pronto como la vieja

se alejase a lo largo de un alambre conductor. De este modo inventó la primera batería eléctrica y produjo una corriente eléctrica. 

La corriente eléctrica se mantenía gracias a la reacción química que implicaba a los dos metales y a la solución intermedia. El trabajo de Volta fue la primera indicación clara de que las reacciones químicas tenían algo que ver con la electricidad, una sugerencia que no fue totalmente desarrollada hasta el siglo siguiente. Si una reacción química puede producir una corriente eléctrica, no parecía demasiado descabellado el suponer que una corriente eléctrica podría implicar lo contrario y provocar una reacción química. 

De hecho, a las seis semanas de describir Volta su trabajo, dos químicos ingleses, William Nicholson (1753-1815) y Anthony Carlisle (1768-1840), demostraron la acción contraria. Hicieron pasar una corriente eléctrica a través del agua y hallaron que empezaban a aparecer burbujas de gas en las varillas de metal conductoras que habían introducido en el agua. El gas que aparecía en una varilla era hidrógeno y el que aparecía en la otra, oxígeno. 

En efecto, Nicholson y Carlisle habían descompuesto el agua en hidrógeno y oxígeno; tal descomposición por una corriente eléctrica se llama electrólisis. Habían realizado el experimento inverso al de Cavendish, en el que el hidrógeno y el oxígeno se combinaban para formar agua. 

Al recoger el hidrógeno y el oxígeno en tubos separados a medida que burbujeaban, resultó que se había formado un volumen de hidrógeno justamente doble que de oxígeno. El hidrógeno era el más ligero en peso, con toda seguridad, pero el mayor volumen indicaba que podía haber más átomos de hidrógeno que de oxígeno en la molécula de agua. 

Como el volumen de hidrógeno era justo doble que el de oxígeno, resultaba razonable suponer que cada molécula de agua contenía dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, en vez de uno de cada, como propusiera Dalton. Pero aun así, seguía siendo cierto que 1 parte de hidrógeno (en peso) se combinaba con 8 partes de oxígeno. Se dedujo entonces que un átomo de oxígeno era ocho veces más pesado que dos de hidrógeno juntos, y por tanto dieciséis veces más pesado que un solo átomo de hidrógeno. Si el peso del hidrógeno se considera 1, entonces el peso atómico del oxígeno debería ser 16, no 8.

3. Hipótesis de Avogadro 

Los hallazgos de Nicholson y Carlisle se vieron reforzados por el trabajo de un químico francés, Joseph Louis Gay-Lussac (1778-1850), que invirtió los argumentos. Descubrió que 2 volúmenes de hidrógeno combinaban con 1 volumen de oxígeno para dar agua. Llegó a averiguar, de hecho, que cuando los gases se combinan entre sí para formar compuestos, siempre lo hacen en la proporción de números enteros pequeños. Gay-Lussac dio a conocer esta ley de los volúmenes de combinación en 1808. 

Esta proporción de números enteros en la formación del agua con hidrógeno y oxígeno parecía de nuevo indicar que la molécula de agua estaba compuesta de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. También podía argüirse, siguiendo líneas de razonamiento similares, que las moléculas de amoniaco no procedían de la combinación de un átomo de hidrógeno y otro de nitrógeno, sino de un átomo de nitrógeno y tres átomos de hidrógeno. Partiendo de esta evidencia podía concluirse que el peso atómico del nitrógeno no era aproximadamente 5, sino 14. 

Consideremos a continuación el hidrógeno y el cloro. Estos dos gases se combinan para formar un tercero, el cloruro de hidrógeno. Un volumen de hidrógeno se combina con un volumen de cloro, y parece razonable suponer que la molécula de cloruro de hidrógeno está formada por la combinación de un átomo de hidrógeno con uno de cloro. 

Supongamos ahora que el gas hidrógeno consta de átomos de hidrógeno aislados y muy separados unos de otros, y que el gas cloro consta de átomos de cloro, también muy separados. Estos átomos se aparean para formar las moléculas de cloruro de hidrógeno, muy alejadas también unas de otras. 

Vamos a suponer que empezamos con 100 átomos de hidrógeno y 100 átomos de cloruro, dando un total de 200 partículas separadas. Los átomos se aparean para formar 100 moléculas de cloruro de hidrógeno. Las 200 partículas ampliamente espaciadas (átomos) se transforman en sólo 100 partículas muy separadas (moléculas). Si el espaciado es siempre igual, hallaremos que un volumen de hidrógeno más un volumen de cloro (2 volúmenes en total) resultarían solamente en un volumen de cloruro de hidrógeno. Esto, sin embargo, no es así.

A partir de las mediciones reales, un volumen de hidrógeno combina con un volumen de cloro para formar dos volúmenes de cloruro de hidrógeno. Ya que hay dos volúmenes al empezar y dos volúmenes al acabar, debe haber el mismo número de partículas ampliamente separadas antes y después. 

Pero supongamos que el gas hidrógeno no consiste en átomos separados sino en moléculas de hidrógeno, cada una formada por dos átomos, y que el cloro está compuesto de moléculas de cloro, cada una con dos átomos. En este caso, los 100 átomos de hidrógeno existirían en la forma de 50 partículas ampliamente espaciadas (moléculas), y los 100 átomos de cloro en la forma de 50 partículas separadas. Entre los dos gases hay en total 100 partículas ampliamente espaciadas, la mitad de ellas hidrógeno-hidrógeno y la otra mitad cloro-cloro. 

Al combinarse, los dos gases se reagrupan para formar hidrógeno-cloro, la combinación atómica que constituye la molécula de cloruro de hidrógeno. Como hay 100 átomos de hidrógeno en total y 100 átomos de cloro, hay 100 moléculas de cloruro del hidrógeno (cada una conteniendo un átomo de cada tipo). 

Ahora nos encontramos con que 50 moléculas de hidrógeno más 50 moléculas de cloro se combinan para formar 100 moléculas de cloruro de hidrógeno. Esto es compatible con lo observado en la práctica: 1 volumen de hidrógeno más 1 volumen de cloro dan 2 volúmenes de cloruro de hidrógeno. 

El razonamiento anterior da por sentado que las partículas de los diferentes gases - ya estén formadas por átomos simples o por combinaciones de átomos- están en realidad igualmente separadas, como hemos venido repitiendo. En ese caso, números iguales de partículas de un gas (a una temperatura dada) darán siempre volúmenes iguales, independientemente del gas de que se trate. 

El primero en apuntar la necesidad de este supuesto -en los gases, igual número de partículas ocupan volúmenes iguales- fue el químico italiano Amadeo Avogadro (1776-1856). La suposición, propuesta en 1811, se conoce por ello como hipótesis de Avogadro. 

Si se tiene en cuenta esta hipótesis, es posible distinguir con claridad entre átomo de hidrógeno y moléculas de hidrógeno (un par de átomos), e igualmente entre los átomos y las moléculas de otros gases. Sin embargo, durante medio siglo después de Avogadro su hipótesis permaneció ignorada, y la distinción entre átomos y

moléculas de elementos gaseosos importantes no estaba definida claramente en el pensamiento de muchos químicos, persistiendo así la incertidumbre acerca de los pesos atómicos de algunos de los elementos más importantes. 

Afortunadamente, había otras claves para averiguar los pesos atómicos. En 1818, por ejemplo, un químico francés, Pierre Louis Dulong (1785-1839), y un físico francés, Alexis Thérése Petit (1791-1820), trabajando en colaboración, hallaron una de ellas. Descubrieron que el calor específico de los elementos (el aumento de temperatura que sigue a la absorción de una cantidad fija de calor) parecía variar inversamente con el peso atómico. Es decir, si el elemento x tuviera dos veces el peso atómico del elemento y, la temperatura del elemento x subiría solamente la mitad de grados que la del elemento y, después de absorber ambas la misma cantidad de calor. Esta es la ley del calor atómico. 

Así, pues, basta medir el calor específico de un elemento de peso atómico desconocido para obtener inmediatamente una idea, siquiera aproximada, de dicho peso atómico. Este método funcionaba sólo para elementos sólidos, y tampoco para todos, pero era mejor que nada. 

Por otra parte, un químico alemán, Eilhardt Mitscherlich (1794-1863), había descubierto hacia 1819 que los compuestos de composición semejante tienden a cristalizar juntos, como si las moléculas de uno se entremezclasen con las moléculas, de configuración semejante, del otro. 

De esta ley del isomorfismo se dedujo que si dos compuestos cristalizan juntos y se conoce la estructura de uno de ellos, la estructura del segundo puede suponerse similar. Esta propiedad de los cristales isomorfos permitió a los experimentadores corregir errores que pudieran surgir de la consideración de los pesos de combinación solamente, y sirvió como guía para la corrección de los pesos atómicos. 

4. Pesos y símbolos 

El punto decisivo llegó con el químico sueco Jons Jakob Berzelius. Fue, después del mismo Dalton, el principal responsable del establecimiento de la teoría atómica. Hacia 1807, Berzelius se lanzó a determinar la constitución elemental exacta de distintos compuestos. Mediante cientos de análisis, proporcionó tantos ejemplos de

la ley de las proporciones definidas que el mundo de la química no podría dudar más de su validez y tuvo que aceptar, más o menos gustosamente, la teoría atómica que había nacido directamente de dicha ley. 

Berzelius empezó entonces a determinar los pesos atómicos con métodos más avanzados que los que Dalton había sido capaz de emplear. En este proyecto, Berzelius hizo uso de los hallazgos de Dulong y Petit y de Mitscherlich, así como de la ley de los volúmenes de combinación de Gay-Lussac. (No utilizó, sin embargo, la hipótesis de Avogadro.) La primera tabla de pesos atómicos de Berzelius, publicada en 1828, puede confrontarse favorablemente con los valores aceptados hoy día, excepto en dos o tres elementos. 

Una diferencia importante entre la tabla de Berzelius y la de Dalton fue que los valores de Berzelius no eran, por lo general, números enteros. 

Los valores de Dalton, basados sobre la consideración del peso atómico del hidrógeno como 1, eran todos enteros. Esto condujo al químico inglés William Prout (1785-1850) a sugerir, en 1815, que todos los elementos estaban en definitiva compuestos de hidrógeno (sugerencia que hizo en un principio anónimamente). Según él, los diversos elementos tenían distintos pesos porque estaban compuestos de diferente número de átomos de hidrógeno aglutinados. Esto llegó a llamarse la hipótesis de Prout. 

La tabla de Berzelius pareció acabar con esta atractiva hipótesis (atractiva porque reducía el creciente número de elementos a una sustancia fundamental, a la manera de los griegos, y parecía así incrementar el orden y la simetría del universo). Sobre una base de hidrógeno-igual-a-1, el peso atómico del oxígeno era aproximadamente igual a 15,9, y difícilmente podría visualizarse al oxígeno como formado por quince átomos de hidrógeno más nueve décimas partes de otro átomo de hidrógeno. 

Durante el siglo siguiente se publicaron cada vez mejores tablas de pesos atómicos, y el descubrimiento de Berzelius de que los pesos atómicos de los distintos elementos no son múltiplos enteros del peso atómico del hidrógeno resultó cada vez más claro. 

En la década de 1860, por ejemplo, el químico belga Jean Servais Stas (1813-91) determinó los pesos atómicos con más exactitud que Berzelius. Más tarde, a comienzos del siglo xx, el químico americano Theodore William Richards

(1869-1928), tomando fantásticas precauciones, encontró valores que podrían representar la última aproximación posible por métodos puramente químicos. Si el trabajo de Berzelius había dejado planteadas algunas dudas, el de Stas y Richards no. Los valores no enteros de los pesos atómicos simplemente habían de ser aceptados, y la hipótesis de Prout parecía morir un poco más a cada golpe. Sin embargo, no había Richards terminado de completar sus exactísimos resultados cuando la cuestión volvió a plantearse en toda su amplitud. Había que revisar de nuevo todo el significado de los pesos atómicos, y la hipótesis de Prout renació de sus cenizas, como veremos más adelante. 

El hecho de que los diferentes pesos atómicos no estuviesen relacionados de un modo simple puso sobre el tapete la cuestión del patrón adecuado con el que medir los pesos. Parecía lógico asignar al hidrógeno un peso atómico igual a 1, y tanto Dalton como Berzelius lo probaron. Pero este patrón daba una vez más al oxígeno el irregular e inconveniente peso atómico de 15,9. Después de todo, era el oxígeno el que se usaba para determinar las proporciones en que se combinaban los diferentes elementos, ya que se combinaba fácilmente con muchos de ellos. 

Para dar al oxígeno un peso atómico conveniente, con una interferencia mínima con el patrón hidrógeno = 1, su peso se transformó de 15, A en 16,0000. Sobre este patrón oxígeno = 16, el peso atómico del hidrógeno era aproximadamente igual a 1,008. El patrón oxígeno = 16 se mantuvo hasta mediados del siglo xx, en que se aceptó uno más lógico, realizando muy ligeros cambios en el peso atómico. 

Una vez aceptada la teoría atómica podían representarse las sustancias como compuestas de moléculas con un número fijo de átomos de diferentes elementos. Parecía muy natural intentar representar tales moléculas dibujando el número conveniente de pequeños círculos y simbolizar cada tipo de átomo por un tipo específico de círculo. 

Dalton ensayó este simbolismo. Representó el átomo de oxígeno mediante un círculo simple; un círculo con un punto central era un átomo de hidrógeno; con una línea vertical un átomo de nitrógeno; un círculo negro un átomo de carbono, y así sucesivamente. Pero como resultaba difícil inventar círculos suficientemente diferentes para cada elemento, Dalton dejó algunos indicados con una letra

apropiada. Así, el azufre era un círculo conteniendo una S, el fósforo uno que tenía una P, etcétera. 

Berzelius vio que los círculos eran superfluos y que bastaban las iniciales solas. Sugirió, por tanto, que cada elemento tuviese un símbolo válido tanto para representar el elemento en general como para un átomo del elemento, y que este nombre consistiese en principio en la inicial del nombre latino del elemento. Si dos o más elementos poseían la misma inicial, podía añadirse una de las letras siguientes del nombre. Así se constituyeron los símbolos químicos de los elementos, y hoy día hay consenso sobre ellos y son aceptados internacionalmente. 

Los símbolos químicos del carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre son C, H, O, N, P y S, respectivamente. Los símbolos químicos del calcio y cloro (con preferencia del carbono sobre la mayúscula única) son Ca y Cl, respectivamente. Los símbolos son menos obvios cuando los nombres latinos difieren de los castellanos. Así, los símbolos químicos de la plata, el mercurio y el sodio son Ag («argentum»), Hg («hidrargirium») y Na («natrium»), respectivamente. 

Es fácil utilizar estos símbolos para indicar el número de átomos en una molécula. Si la molécula de hidrógeno está formada por dos átomos de hidrógeno, es H2. Si la molécula de agua contiene dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, es H20 (los símbolos sin número representan un solo átomo). El dióxido de carbono es C02 y el ácido sulfúrico S04H2, mientras que el cloruro de hidrógeno es ClH. Las fórmulas químicas de estos compuestos sencillos se explican por sí mismas. 

Las fórmulas químicas pueden combinarse para formar ecuaciones químicas y describir una reacción. Si queremos expresar el hecho de que el carbono se combina con el oxígeno para formar dióxido de carbono, podemos escribir: 

C + O2 —> CO2. 

Tales ecuaciones deben cuidar de que la ley de conservación de masas de Lavoisier se cumpla para todos los átomos. Por ejemplo, en la ecuación antes citada se empieza con un átomo de C (carbono) y dos átomos de O (la molécula de oxígeno)

y se acaba con un átomo de C y dos átomos de O (la molécula de dióxido de carbono). 

Pero supongamos que se quiere expresar que el hidrógeno se combina con el cloro para formar cloruro de hidrógeno. Si escribimos sencillamente 

H2 + Cl2 —> HCl 

podría deducirse que hay dos átomos de hidrógeno y dos de cloro al empezar, pero solamente uno de cada al final. Para escribir una ecuación química ajustada, debe ponerse: 

H2 + Cl2 —> 2 HCl. 

Del mismo modo, para describir la combinación del hidrógeno y el oxígeno para formar agua, podemos formular una ecuación ajustada: 

2 H2 + 02 —> 2 H20. 

5. Electrólisis 

Mientras tanto, la corriente eléctrica, que había sido utilizada con tan buen resultado por Nicholson y Carlisle, produjo resultados aún más espectaculares en el aislamiento de algunos nuevos elementos. 

Desde la definición de «elemento» dada por Boyle siglo y medio antes fueron descubiertas cantidades asombrosas de sustancias calificadas como elementos según esa definición. Y, lo que era más frustrante, se conocían algunas sustancias que no eran elementos, pero que contenían elementos no descubiertos que los químicos no podían estudiar aisladamente. 

Los elementos se encuentran frecuentemente en combinación con oxígeno (como óxidos). Para liberar el elemento era necesario eliminar el oxígeno. Si se introdujese un segundo elemento con una afinidad más fuerte por el oxígeno, quizá éste abandonase el primer elemento para unirse al segundo. Se halló que el método funcionaba, siendo el carbono el que a menudo desempeñaba este papel. Así, el

mineral de hierro, que es fundamentalmente óxido de hierro, puede calentarse con coque (una forma de carbono relativamente pura). El carbono puede combinarse con el oxígeno para formar monóxido de carbono y dióxido de carbono, quedando atrás el hierro metálico. 

Pero consideremos ahora la cal. Por sus propiedades, la cal parece ser también un óxido. Sin embargo, no se conoce ningún elemento que forme cal al combinarse con oxígeno, y puede concluirse que la cal es un compuesto de un elemento desconocido con oxígeno. Para aislar ese elemento desconocido cabe calentar la cal con coque; pero así no ocurre nada. El elemento desconocido se une al oxígeno tan firmemente que los átomos de carbono son impotentes para eliminar los átomos de oxígeno. Tampoco hay ningún otro compuesto que pueda liberar a la cal de su oxígeno. 

A un químico inglés, Humphry Davy (1778-1829), se le ocurrió que lo que no podía separarse por compuestos químicos podría ser forzado por el extraño poder de la corriente eléctrica, que lograba escindir la molécula de agua con facilidad cuando los compuestos químicos resultaban totalmente ineficaces. 

Davy procedió a construir una batería eléctrica con más de 250 placas metálicas, la más potente construida hasta el momento. Envió intensas corrientes procedentes de esta batería a través de soluciones de compuestos sospechosos de contener elementos desconocidos, pero sin resultado. Solamente obtuvo hidrógeno y oxígeno procedentes del agua. 

Evidentemente, tenía que eliminar el agua. Sin embargo, cuando usó las propias sustancias sólidas, no logró hacer pasar la corriente a través de ellas. Finalmente se le ocurrió fundir los compuestos y hacer pasar la corriente a través de la sustancia fundida. Trató, por así decirlo, de obtener un líquido conductor sin usar agua. 

La idea era buena. El 6 de octubre de 1807, Davy hizo pasar una corriente a través de potasa fundida (carbonato potásico) y liberó pequeños glóbulos de un metal que inmediatamente llamó potasio. (Era tan activo que liberaba al oxígeno del agua desprendiendo hidrógeno con energía suficiente como para provocar su combustión con llama.) Una semana después, Davy aisló sodio del carbonato sódico, un elemento un poco menos activo que el potasio.

En 1808, utilizando una modificación del método sugerido por Berzelius, Davy aisló varios metales de sus óxidos: magnesio de la magnesia, estroncio de la estroncianita, bario de la baritina y calcio de la cal. 

Entre otras cosas, Davy también mostró que un cierto gas verdoso, que Scheele había descubierto en la generación anterior y había pensado que era un óxido, era en realidad un elemento. Davy sugirió el nombre de cloro, del vocablo griego «verde». Davy también demostró que el ácido clorhídrico, aunque era un ácido fuerte, no contenía ningún átomo de oxígeno en su molécula, desestimando la sugerencia de Lavoisier de que el oxígeno era un componente necesario de los ácidos. 

El trabajo de Davy sobre la electrólisis fue ampliado por su ayudante y protegido Michael Faraday (1791-1867), quien llegó a superar en valía científica a su maestro. 


Figura 10. La acción electrolítica fue explicada por Faraday según la línea sugerida en este dibujo esquemático. Los letreros expresan la nomenclatura que él inventó. 

Faraday, trabajando en electroquímica, introdujo una serie de términos que se utilizan todavía en la actualidad (ver fig. 10). Fue, por ejemplo, quien propuso el nombre de electrólisis para la ruptura de moléculas por una corriente eléctrica. A sugerencia del erudito inglés William Whewell (1794-1866), Faraday llamó electrolitos a los compuestos o soluciones capaces de transportar una corriente eléctrica. Las placas o varillas de metal introducidas en la sustancia fundida o

solución recibieron el nombre de electrodos; el electrodo que llevaba una carga positiva era el ánodo, el que llevaba una carga negativa era el cátodo. La corriente eléctrica era transportada a través del material fundido o la solución por entidades que Faraday denominó iones (de la palabra griega que significa «viajero»). Los iones que viajaban al ánodo eran aniones; los que viajaban al cátodo eran cationes. 

En 1832 pudo proclamar la existencia de ciertas relaciones cuantitativas en electroquímica. Su primera ley de la electrólisis estableció que la masa de sustancia liberada en un electrodo durante la electrólisis es proporcional a la cantidad de electricidad que se hace pasar a través de la solución. Su segunda ley de la electrólisis afirma que el peso de metal liberado por una cantidad dada de electricidad es proporcional al peso equivalente del metal. 

Así, si con una cantidad determinada de oxígeno puede combinarse 2,7 veces más plata que potasio, para una cantidad dada de electricidad se liberará de sus compuestos 2,7 veces más plata que potasio. 

Las leyes de la electricidad de Faraday parecían indicar, según la opinión de algunos químicos, que la electricidad podía subdividirse en pequeñas unidades definidas, igual que la materia. En otras palabras, había «átomos de electricidad». Supongamos que cuando la electricidad pasa a través de una solución los átomos de la materia son arrastrados, bien hacia el cátodo, bien hacia el ánodo, por «átomos de electricidad». Y supongamos también que en la mayor parte de los casos un «átomo de electricidad» baste para manejar un átomo de materia, pero que a veces hagan falta dos y hasta tres «átomos de electricidad». En ese caso, las leyes de Faraday podrían explicarse fácilmente. 

Aún no había terminado el siglo XIX cuando quedó establecida esta opinión, y los «átomos de electricidad» fueron localizados. El mismo Faraday, sin embargo, nunca fue un entusiasta de los «átomos de electricidad» ni, ciertamente, del atomismo en general.

Capítulo 6 

Química orgánica 

Contenido: 

1. La crisis del vitalismo 

2. Los ladrillos con los que se construye la vida 

3. Isómeros y radicales 

1. La crisis del vitalismo 

Desde el descubrimiento del fuego, el hombre estuvo inevitablemente sujeto a dividir las sustancias en dos clases, según ardiesen o no. Los principales combustibles de la antigüedad fueron la madera y las grasas o aceites. La madera era un producto del mundo vegetal, mientras que la grasa y el aceite eran productos del reino animal o del vegetal. En su mayor parte, los materiales del mundo mineral, tales como el agua, la arena y las rocas, no ardían. Tienden, más bien, a apagar el fuego. 

La idea inmediata era que las dos clases de sustancias -combustibles y no combustibles- podían considerarse convenientemente como las que provenían solamente de cosas vivientes y las que no provenían de éstas. (Por supuesto, hay excepciones a esta regla. El carbón y el azufre, que parecen productos de la parte no viviente de la tierra, son combustibles.) 

El creciente conocimiento del siglo XVII mostró a los químicos que el mero hecho de la combustibilidad no era todo lo que separaba a los productos de la vida de los de la no-vida. Las sustancias características del medio no-vivo pueden soportar tratamientos enérgicos, mientras que las sustancias provenientes de la materia viva -o que estuvo viva-no pueden. El agua podía hervirse y recondensarse de nuevo; el hierro o la sal podían fundirse y re-solidificarse sin cambiar. El aceite de oliva o el azúcar, sin embargo, sí se calentaban (incluso bajo condiciones que evitasen la combustión), procedían a humear y carbonizarse. Lo que quedaba no era ni aceite de oliva ni azúcar, y a partir de estos residuos no podían formarse de nuevo las sustancias originales.

Las diferencias parecían fundamentales y, en 1807, Berzelius sugirió que las sustancias como el aceite de oliva o el azúcar, productos característicos de los organismos, se llamasen orgánicas. Las sustancias como el agua o la sal, características del medio no-viviente, eran inorgánicas. 

Un punto que no dejó de impresionar a los químicos fue que las sustancias orgánicas eran fácilmente convertibles, por calentamiento u otro tratamiento enérgico, en sustancias inorgánicas. El cambio inverso, de inorgánico a orgánico, era sin embargo desconocido, al menos a comienzos del siglo XIX. 

Muchos químicos de aquella época consideraban la vida como un fenómeno especial que no obedecía necesariamente las leyes del universo tal como se aplicaban a los objetos inanimados. La creencia en esta posición especial de la vida se llama vitalismo, y había sido intensamente predicada un siglo antes por Stahl, el inventor del flogisto. A la luz del vitalismo, parecía razonable suponer que era precisa alguna influencia especial (una «fuerza vital»), operando solamente sobre los tejidos vivos, para convertir los materiales inorgánicos en orgánicos. Los químicos, trabajando con sustancias y técnicas ordinarias y sin ser capaces de manejar una fuerza vital en su tubo de ensayo, no podrían alcanzar esta conversión. 

Por esta razón, se argumentaba, las sustancias inorgánicas pueden encontrarse en todas partes, tanto en el dominio de la vida como en el de la no-vida, al igual que el agua puede encontrarse tanto en el océano como en la sangre. Las sustancias orgánicas, que precisan de la fuerza vital, solamente pueden encontrarse en conexión con la vida. 

Esta opinión fue subvertida por vez primera en 1828 por el trabajo de Friedrich Wöhler (1800-82), un químico alemán que había sido discípulo de Berzelius. Wöhler, interesado particularmente por los cianuros y compuestos relacionados con ellos, calentó en cierta ocasión un compuesto llamado cianato amónico (considerado en aquella época como una sustancia inorgánica, sin ningún tipo de conexión con la materia viva). En el curso del calentamiento, Wöhler descubrió que se estaban formando cristales parecidos a los de la urea, un producto de desecho eliminado en cantidades considerables en la orina de muchos animales, incluido el hombre. Estudios más precisos mostraron que los cristales eran indudablemente urea, un compuesto claramente orgánico, sin duda.



No hay comentarios:

Publicar un comentario