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primeros capítulos de muestra
La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
1 Preparado por Patricio Barros
La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
2 Preparado por Patricio Barros
Introducción
Cuando era niño, a principios de los ochenta, no era raro que hablara con cosas
metidas en la boca: comida, tubos del dentista, globos que salían volando, cualquier
cosa. Y no me importaba que no hubiera nadie a mi alrededor, yo hablaba de todos
modos. Fue este hábito el que despertó en mí la fascinación por la tabla periódica.
Ocurrió la primera vez que me encontré a solas con un termómetro debajo de la
lengua. Durante mis primeros años en el colegio enfermé de faringitis algo así como
una docena de veces. Durante días y días me dolía al tragar. Desde luego no me
importaba quedarme en casa sin ir a la escuela, ni medicarme con helado de vainilla
y salsa de chocolate. Pero, además, estar enfermo me ofrecía una nueva
oportunidad para romper alguno de aquellos antiguos termómetros de mercurio.
Tumbado con aquella varilla de vidrio debajo de la lengua, respondía en voz alta a
una pregunta imaginada, y el termómetro se me escurría de la boca, se hacía añicos
contra el suelo y el mercurio líquido del bulbo se dispersaba en bolitas diminutas.
Un minuto más tarde mi madre se agachaba, a pesar de su artritis, y se dedicaba a
acorralar las bolitas con la ayuda de un palillo que usaba como si fuera un palo de
hockey para ir acercando las gráciles esferas hasta que casi se tocaban. Entonces,
súbitamente, con un último empujoncito, una de las esferas se tragaba a la otra. Allí
donde un momento antes había dos bolitas, ahora había una única bola inmaculada
y temblorosa. Este truco de magia lo repetía una y otra vez por todo el suelo, y de
este modo aquella bola, cada vez mayor, se iba tragando a las otras hasta que
quedaba reconstituida una gran bola plateada. Una vez recogidas todas las gotas de
mercurio, iba a buscar una pequeña botella de plástico con una etiqueta verde que
guardábamos en un estante de baratijas de la cocina, entre un osito de peluche con
una caña de pescar y un tazón azul de barro, recuerdo de una reunión familiar de
1985. Tras empujar la bola hasta el interior de un sobre, vertía con sumo cuidado
todo el mercurio recobrado del termómetro, que pasaba a unirse a otra bola mayor, La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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del tamaño de una nuez, en el interior del frasco. A veces, antes de devolver el bote
a su sitio, vertía el mercurio en el interior del tapón y dejaba que mis hermanos y
yo admirásemos aquel metal futurista que se movía de un lado para otro,
partiéndose continuamente sólo para sanarse al instante sin dejar mella. Sentía una
profunda lástima por los niños cuyas madres temían el mercurio hasta el extremo
de no permitirles comer atún. Aun a pesar de su pasión por el oro, los alquimistas
medievales consideraban que el mercurio era la sustancia más potente y poética del
universo. De niño les habría dado la razón. Incluso habría creído, igual que creían
ellos, que trascendía las prosaicas categorías de líquido o sólido, metal o agua, cielo
o infierno; que albergaba espíritus de otro mundo. Más tarde descubriría que el
mercurio actúa de este modo porque es un elemento. A diferencia del agua (H2O) o
el dióxido de carbono (CO2), o de casi todas las sustancias que vemos cada día, el
mercurio no puede separarse en unidades más pequeñas. De hecho, el mercurio es
uno de los elementos más sectarios: sus átomos no quieren juntarse si no es con
otros átomos de mercurio, y minimizan el contacto con el mundo exterior
apelotonándose en una esfera. La mayoría de los líquidos que vertí de niño se
comportaban de otro modo. El agua lo salpicaba todo, y lo mismo hacía el aceite, el
vinagre o la gelatina del postre antes de cuajar. Pero el mercurio no dejaba ni una
mancha. Cuando rompía un termómetro, mis padres siempre me avisaban de que
me calzara para no clavarme en los pies algún fragmento invisible de vidrio. Pero no
recuerdo ninguna advertencia sobre el mercurio derramado. Durante mucho tiempo
le fui siguiendo la pista al elemento ochenta en las clases y en los libros, del mismo
modo que otro le seguiría la pista a un compañero del colegio en los periódicos. Yo
crecí en las Grandes Llanuras de Estados Unidos, y aprendí en las clases de historia
que Lewis y Clark
1
habían explorado Dakota del Sur y el resto del territorio de
Luisiana con la ayuda de un microscopio, brújulas, sextantes, tres termómetros de
mercurio y otros instrumentos. Lo que entonces no sabía es que también llevaban
seiscientos laxantes mercuriales, cada uno de los cuales era del tamaño de cuatro
aspirinas. Los laxantes recibían el nombre de Píldoras Biliosas del Dr. Rush, en
honor a Benjamin Rush, uno de los signatarios de la Declaración de Independencia y
1
Meriwether Lewis y William Clark, exploradores norteamericanos que en 1804-1806 dirigieron la primera
expedición que cruzó Estados Unidos desde la frontera del Mississippi a través del territorio de Luisiana hasta la
desembocadura del río Columbia en el océano Pacífico. La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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todo un héroe de la medicina porque tuvo el coraje de permanecer en Filadelfia
durante la epidemia de fiebre amarilla de 1793. Su tratamiento preferido para
cualquier enfermedad era una mezcla viscosa de cloruro de mercurio que
administraba por vía oral. Pese a los progresos de la medicina entre el siglo xv y el
siglo xix, los doctores de aquella época seguían siendo más curanderos que
médicos. Inspirados por una suerte de magia simpática, imaginaban que el hermoso
y atractivo mercurio podía curar a los enfermos llevándolos a una horrenda crisis:
veneno contra veneno. El doctor Rush hacía que sus pacientes ingirieran su mejunje
hasta que acababan babeando; a menudo, tras semanas o meses de tratamiento
continuo, les caían los dientes y el cabello. No cabe duda de que su «cura»
envenenó o directamente mató a muchas personas a quienes tal vez la fiebre
amarilla hubiera perdonado la vida. Aun así, tras perfeccionar su tratamiento en
Filadelfia, diez años más tarde proporcionó a Meriwether y a William varias
muestras de su preparado. Curiosamente, aquellas píldoras del doctor Rush tuvieron
un efecto secundario que ha beneficiado a los modernos arqueólogos, quienes
gracias a ellas, hoy pueden identificar los lugares de acampada que utilizaron los
exploradores. Con los extraños alimentos y el agua de dudosa calidad que
encontraban durante su travesía, siempre había en el grupo alguien con el
estómago revuelto, y hoy se pueden encontrar depósitos de mercurio allí donde
aquellas gentes cavaron letrinas en el suelo, quizá después de que una de las
«atronadoras» pastillas del doctor Rush hiciera su trabajo demasiado bien. El
mercurio también aparecía en las clases de ciencia. La primera vez que me
presentaron la enrevesada tabla periódica, busqué el mercurio y no logré
encontrarlo. Está allí, desde luego, entre el oro, que también es denso y blando, y el
talio, que también es venenoso. Pero el símbolo del mercurio, Hg, está formado por
dos letras que no aparecen en su nombre. Desentrañar ese misterio (viene de
hydrargyrum, o «agua plateada», en latín) me ayudó a entender hasta qué punto
habían influido en la tabla periódica la mitología y las lenguas antiguas, algo que
todavía puede apreciarse en los nombres latinos de los elementos más nuevos y
superpesados que ocupan la última fila. También encontré el mercurio en las clases
de literatura. Hubo un tiempo en que los fabricantes de sombreros utilizaban una
solución anaranjada y brillante de mercurio para separar el pelo del pellejo, y los La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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sombrereros que se pasaban el día removiendo las tinas humeantes, como el
sombrero loco de Alicia en el país de las maravillas, acababan perdiendo el pelo y
las luces. Al final comprendí lo venenoso que es el mercurio. Y de paso comprendí
por qué las Píldoras Biliosas del Dr. Rush purgaban tan bien las tripas: el cuerpo
intenta deshacerse de cualquier veneno, y por tanto del mercurio. Pero por malo
que sea tragarse el mercurio, aspirar sus vapores es mucho peor, pues deshilachan
los «cables» del sistema nervioso central y agujerean el cerebro igual que la
enfermedad de Alzheimer en estado avanzado. Cuanto más sabía sobre los peligros
que entrañaba el mercurio, más me atraía su belleza destructora, como el «¡Tigre!,
¡Tigre!, ardiente luz», de William Blake.
2
Con el paso de los años, mis padres
reformaron la cocina y se deshicieron del estante de la taza y el oso de peluche,
pero guardaron en una caja de cartón todas las fruslerías que sostenía. En una
visita reciente, extraje de esa caja el frasco con la etiqueta verde y lo abrí. Al
inclinarlo de un lado a otro, pude notar cómo el peso se deslizaba en círculos en su
interior. Cuando miré por la boca del frasco, mis ojos se quedaron prendados de los
fragmentos diminutos que salpicaban los lados del canal principal. Allí estaban,
relucientes como cuentas de agua tan perfectas como sólo aparecen en las
fantasías. Durante toda mi infancia asocié el mercurio vertido con la fiebre. Esta
vez, consciente de la pavorosa simetría de aquellas minúsculas esferas, sentí un
escalofrío. Con sólo un elemento había aprendido historia, etimología, alquimia,
mitología, literatura, ciencia forense de los venenos y psicología
i3
. Y ésas no fueron
las únicas historias que recogí sobre los elementos, sobre todo después de
sumergirme en mis estudios científicos en la universidad, donde topé con unos
cuantos profesores a quienes les gustaba dejar a un lado la investigación para
dedicar un tiempo a charlar sobre ciencia. Mientras me licenciaba en física, ansiaba
escapar del laboratorio para escribir, y me sentía fatal entre los jóvenes científicos
serios y talentosos de mis clases, que disfrutaban con los experimentos de prueba y
error como yo nunca podría. Resistí cinco gélidos años en Minnesota y acabé
graduándome con honores en física, pero a pesar de haber pasado cientos de horas
2
Primeros versos del poema «El tigre», de William Blake (1757-1827): «Tyger! Tyger! burning bright / In the
forests of the night, / What immortal hand or eye / Could frame thy fearful symmetry?» («¡Tigre! ¡Tigre! Ardiente
luz / en los bosques de la noche, / ¿qué inmortal mano, qué ojo / pudo construir tu temible simetría?»). (N. del T.)
3
Éste y los demás asteriscos del libro remiten al apartado «Notas». El lector que lo desee puede consultar la tabla
periódica La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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en laboratorios, de haber memorizado miles de ecuaciones, de haber dibujado
decenas de miles de diagramas de poleas y rampas sin fricción, mi verdadera
educación se la debo a las historias que me contaban los profesores. Historias sobre
Gandhi y Godzilla y un eugenista que utilizó germanio para robar un premio Nobel.
Sobre arrojar bloques de sodio explosivo a los ríos para matar a los peces. Sobre
personas que se asfixian, casi embargadas por la dicha, con gas nitrógeno en las
lanzaderas espaciales. Sobre un antiguo profesor de mi campus que experimentó en
su propio pecho con un marcapasos alimentado con plutonio, que aceleraba y
frenaba situándose junto a unas grandes bobinas magnéticas y jugando con ellas.
Esos relatos me interesaban, y recientemente, mientras recordaba el mercurio
durante un desayuno, comprendí que había una historia divertida, extraña o
espeluznante para cada elemento de la tabla periódica. Además, la tabla es uno de
los grandes logros intelectuales de la humanidad. Es a un tiempo un logro científico
y un libro de relatos, de modo que escribí este libro para desvelar todas esas
historias, una a una, un poco como las transparencias de un libro de anatomía van
explicando la misma historia a distintas profundidades. En el nivel más simple, la
tabla periódica es un catálogo de todos los tipos de materia de nuestro universo, los
ciento y pico personajes cuyas obstinadas personalidades dan origen a todo lo que
vemos y tocamos. La forma de la tabla también nos da pistas científicas sobre las
formas en que todas esas personalidades se entremezclan en sociedad. A un nivel
algo más complicado, la tabla periódica codifica todo tipo de información forense
acerca del origen de cada tipo de átomo y acerca de qué átomos pueden
fragmentarse o mutar dando lugar a otros átomos. Estos átomos también se
combinan de forma natural formando sistemas dinámicos como organismos vivos, y
la tabla periódica predice cómo lo hacen. Incluso predice qué filas de nefarios
elementos pueden poner trabas a la vida o destruirla. La tabla periódica es, por
último, un prodigio antropológico, un artefacto humano que refleja todos los
aspectos maravillosos, artísticos o detestables de los seres humanos y de nuestra
interacción con el mundo físico: la historia de nuestra especie escrita en un texto
conciso y elegante. Merece ser estudiada a todos estos niveles, comenzando por el
más elemental y moviéndonos de manera gradual hacia los de mayor complejidad.
Además de entretenernos, los relatos de la tabla periódica nos brindan un modo de La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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entenderla que nunca aparece en los libros de texto o los manuales de laboratorio.
Comemos y respiramos la tabla periódica; la gente apuesta por ella grandes sumas,
y pierde grandes cantidades de dinero; a otras personas las envenena; e incluso
provoca guerras. Entre el hidrógeno de su extremo superior izquierdo y las
imposibilidades sintetizadas por el hombre que acechan desde los bajos fondos,
encontramos burbujas, bombas, dinero, alquimia, mala política, historia, veneno,
crimen y amor. Y si me apuran, hasta ciencia.
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Parte I
ORIENTACIÓN: FILA A FILA Y COLUMNA A COLUMNA
Capítulo 1
La geografía es destino
Al pensar en la tabla periódica, la mayoría de la gente recuerda una lámina colgada
de la pared frontal de su clase de química, una vasta extensión de columnas y filas
que acechaba por encima del hombro del profesor. Solía ser una lámina de enormes
dimensiones, de metro y medio por dos metros, o algo así, un tamaño imponente
pero conmensurado con su importancia para la química. Se presentaba a la clase a
primeros de septiembre, y a finales de mayo todavía se usaba; era, además, la
única información de ciencias que, a diferencia de los apuntes de clase o los libros
de texto, los profesores nos animaban a consultar durante los exámenes. También
es cierto que, al menos en parte, la frustración que, como algunos recordarán,
producía la tabla periódica tal vez naciera del hecho de que, por mucho que pudiera
consultarse como si fuera una enorme chuleta autorizada, maldita la ayuda que nos
daba.
La tabla periódica parecía estar organizada casi con la eficacia de la ingeniería
alemana para ofrecer la máxima utilidad. Pero era tal el revoltijo de largas cifras, de
abreviaturas y de unas expresiones que a todas luces parecían mensajes de error
de un programa informático ([Xe]6s
2
4f
1
5d
1
), que era difícil no sentir angustia. Y
aunque era obvio que la tabla periódica tenía algo que ver con otras ciencias, como
la biología o la física, no estaba muy claro de qué modo era así. Para muchos
estudiantes, la mayor frustración probablemente se debiera a que quienes le
pillaban el truco, podían extraer de la tabla todo tipo de información como si nada.
Era la misma irritación que deben sentir las personas daltónicas cuando las La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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personas que no lo son encuentran sin problemas los sietes y los nueves que se
esconden en el interior de esos diagramas de puntos de colores festivos, una
información crucial pero oculta que nunca acaba de resolverse en un mensaje
coherente. Muchas personas recuerdan la tabla con una mezcla de fascinación,
cariño, incapacidad y odio.
Antes de presentar la tabla periódica, los profesores deberían eliminar todos los
detalles y permitir que los alumnos simplemente estudien su armazón vacío.
¿Qué aspecto tiene? Es un poco como un castillo con un muro desigual, como si los
reales albañiles no hubiesen acabado de levantar el lado izquierdo, y dos torres
altas de defensa en los extremos. Cuenta con dieciocho columnas irregulares y siete
filas horizontales, además de una «pista de aterrizaje» formada por dos filas
adicionales que aparecen separadas de la base. El castillo está construido con
«ladrillos», y la primera cosa que no es evidente es que los ladrillos no son
intercambiables. Cada ladrillo es un elemento, o tipo de sustancia (por el momento,
la tabla contiene 112 elementos, y unos pocos más están pendientes de entrar), y
el castillo entero se derrumbaría si cualquiera de ellos dejase de estar exactamente
donde está. No es una exageración: si los científicos llegasen a descubrir que de
algún modo alguno de los elementos encajase en un lugar diferente, o que dos de
los elementos pudieran intercambiarse, el edificio entero se vendría abajo.
Otra de las curiosidades arquitectónicas es que el castillo está hecho con materiales
distintos en distintas partes. Es decir, no todos los ladrillos están hechos de la La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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misma sustancia, y tampoco tienen las mismas características. El 75 por ciento de
los ladrillos son de metal, lo que significa que la mayoría de los elementos son
sólidos fríos y grises, al menos a las temperaturas a las que estamos
acostumbrados los humanos. Unas pocas columnas del lado de levante contienen
gases. Sólo dos elementos, el mercurio y el bromo, son líquidos a temperatura
ambiente. En medio de los metales y los gases, más o menos por donde caería
Kentucky en un mapa de Estados Unidos, hay algunos elementos difíciles de definir
cuya naturaleza amorfa les confiere propiedades interesantes, por ejemplo la
capacidad de formar ácidos miles de millones de veces más fuertes que cualquiera
de los que se encuentran en un almacén de suministros químicos. En suma, si cada
ladrillo estuviera hecho de la sustancia que representa, el castillo de los elementos
sería una quimera con añadidos y alas de épocas incongruentes o, si se prefiere un
juicio más indulgente, un edificio de Daniel Libeskind, con materiales que uno
creería incompatibles, pero que se encuentran combinados de tal manera que el
conjunto resulta elegante.
La razón de que nos entretengamos con el plano de las paredes del castillo es que
las coordenadas de un elemento determinan prácticamente todo lo que tiene de
interesante para la ciencia. Para cada elemento, su geografía es su destino. De
hecho, ahora que ya nos hemos hecho una idea del aspecto general de la tabla,
podemos pasar a una metáfora más útil: la tabla periódica como mapa. Para
esbozarla un poco mejor, voy a dibujar este mapa de levante a poniente,
recreándome en unos pocos elementos, algunos muy conocidos, otros más
extraños.
Para empezar, en la columna dieciocho, en el extremo derecho, hay un conjunto de
elementos conocidos como gases nobles. es una palabra arcaica que suena extraña,
como si más que a la química perteneciera a la ética o a la filosofía. Y, en efecto, el
término «gases nobles» se remonta al lugar que fue la cuna de la filosofía
occidental: la Grecia antigua. Fue allí donde, después de que sus compatriotas
Leucipo y Demócrito concibieran la idea de átomo, Platón acuñó la palabra
«elemento» (en griego, stoicheia) como término general para referirse a los
distintos tipos de partículas de la materia. Platón, que abandonó Atenas por su
propia seguridad tras la muerte de su mentor, Sócrates, acaecida hacia 400 a.C., y La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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durante años vagó sin rumbo mientras escribía filosofía, desconocía, desde luego, lo
que realmente es un elemento en términos químicos. Pero de haberlo sabido, sin
duda sus favoritos habrían sido los elementos del extremo derecho de la tabla,
sobre todo el helio.
En El banquete, su diálogo sobre el amor y el erotismo, Platón afirma que todo ser
ansía encontrar su complemento, su otra mitad. Aplicado a las personas, lo que esto
implica es pasión y sexo y todos los infortunios que les acompañan. Asimismo, en
todos sus diálogos Platón insiste en que lo abstracto e inmutable es intrínsecamente
más noble que todo lo que anda por ahí interactuando con la burda materia. Se
explica así que adorase la geometría, con sus círculos y cubos idealizados, objetos
que sólo la razón percibe. Para los objetos no matemáticos, Platón desarrolló la
teoría de las «formas», según la cual todos los objetos son sombras de un tipo
ideal. Todos los árboles, por ejemplo, son copias imperfectas de un árbol ideal, a
cuya perfecta «arbolez» aspiran. Lo mismo podría decirse de los peces y el pez
ideal, e incluso de las copas y la «copa arquetípica». Para Platón, estas formas no
eran sólo teóricas sino que realmente existían, aunque flotasen en un reino
«celestial» apartado de la percepción directa de los humanos. Así que se habría
quedado tan sorprendido como cualquiera cuando los científicos, al descubrir el
helio, comenzaron a desvelar formas ideales alojadas en la propia Tierra.
En 1911, un científico germano-holandés estaba enfriando mercurio con helio
líquido cuando descubrió que por debajo de -269 °C el sistema perdía toda la
resistencia a la electricidad, convirtiéndose en un conductor ideal, algo así como si
al enfriar un iPod hasta varios cientos de grados bajo cero, descubriéramos que la
batería se mantiene entonces totalmente cargada por muy alta que escuchemos la
música, o por mucho tiempo que la escuchemos, para siempre, con la condición de
que el helio mantenga frío el circuito. Un equipo ruso-canadiense consiguió hacer un
truco aún más sonado en 1937 utilizando helio puro. Al enfriarlo a -271 °C, el helio
se convertía en un superfluido, con una viscosidad de exactamente cero y
resistencia cero al flujo, o sea, la fluidez perfecta. El helio superfluido desafía la
gravedad, fluye hacia arriba por las paredes. Por aquel entonces, estos
descubrimientos resultaban muy sorprendentes. Los científicos siempre
aproximaban la realidad, suponiendo que la fricción era cero para simplificar los La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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cálculos. Ni siquiera Platón pensaba que alguien fuera a descubrir de verdad una de
sus formas ideales.
El helio también es el mejor ejemplo de «la cualidad esencial de los elementos», de
las sustancias que no pueden descomponerse o alterarse por los medios químicos
habituales. Hubieron de pasar 2.200 años, desde la Grecia de 400 a.C. a 1800 d.C.,
para que los científicos llegasen a entender qué son realmente los elementos,
porque la mayoría de ellos cambia continuamente. Resultaba difícil averiguar qué
era lo que hacía del carbono carbono, puesto que aparecía en miles de compuestos,
todos ellos con distintas propiedades. En la actualidad diríamos que el dióxido de
carbono, por ejemplo, no es un elemento porque una molécula de esta sustancia se
divide en átomos de carbono y oxígeno. Pero el carbono y el oxígeno sí son
elementos porque no pueden dividirse sin destruirlos. Volviendo al tema de El
banquete y la teoría platónica del deseo erótico de la otra mitad, encontramos que
prácticamente todos los elementos buscan otros átomos con los cuales formar
enlaces, y que estos enlaces enmascaran su naturaleza. Incluso los elementos más
«puros», como las moléculas de oxígeno en el aire (O2), siempre aparecen en la
naturaleza en forma de compuestos. No obstante, los científicos podrían haber
averiguado qué son los elementos mucho antes si hubieran conocido el helio, pues
éste nunca reacciona con otra sustancia, nunca es otra cosa más que un elemento
puro.
ii
Hay una buena razón para que el helio actúe de este modo. Todos los átomos
contienen unas partículas negativas llamadas electrones, que residen en distintos
niveles de energía, dentro del átomo. Los niveles están ordenados como si fueran
esferas concéntricas, y cada una de ellas requiere cierto número de electrones para
llenarse a satisfacción. En el nivel más interior, ese número es dos. En otros niveles,
suele ser ocho. Los elementos tienen por lo general el mismo número de electrones
negativos y de unas partículas positivas llamadas protones, de modo que son
eléctricamente neutros. No obstante, los átomos son libres de intercambiar
electrones con otros átomos, y cuando pierden o ganan electrones se convierten en
átomos cargados que reciben el nombre de iones.
Lo que importa saber es que, en la medida que pueden, los átomos llenan sus
niveles más interiores, de menor energía, con sus propios electrones, y luego La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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ceden, comparten o roban electrones para conseguir el número ideal en el nivel más
exterior. Algunos elementos comparten o intercambian electrones de una forma
diplomática, pero otros actúan con muy mala idea. Hete aquí la mitad de la química
en una frase: los átomos que no tienen suficientes electrones en el nivel más
exterior lucharán por tenerlos, los canjearán, suplicarán, harán y desharán alianzas,
harán lo que sea para conseguir el número ideal.
El helio, el elemento dos, tiene el número exacto de electrones que necesita para
llenar su único nivel. Esta configuración «cerrada» le proporciona al helio una
enorme independencia, pues no necesita interaccionar con otros átomos ni
compartir o robar electrones para quedar satisfecho. El helio encuentra su
complemento erótico en sí mismo. Más aún, esta misma configuración se extiende a
toda la columna dieciocho por debajo del helio: los gases neón, argón, criptón,
xenón y radón. Todos estos elementos tienen niveles cerrados, con el número
completo de electrones, de manera que ninguno de ellos reacciona con nada en
condiciones normales. Ésta es la razón de que, pese a la febril actividad dedicada a
identificar y etiquetar elementos que se produjo a lo largo del siglo xviii, cuando se
desarrolló la propia tabla periódica, antes de 1895 nadie había conseguido aislar ni
un solo gas de la columna dieciocho. A Platón le hubiera seducido este desapego de
la experiencia cotidiana, tan parecido a sus esferas y triángulos ideales. Y ése es el
sentido que, con la calificación de «gases nobles», intentaban evocar los científicos
que descubrieron el helio y su parentela aquí en la Tierra. Dicho a la manera
platónica: «Quien adore lo perfecto e inmutable y desdeñe lo corruptible e innoble
preferirá a los gases nobles muy por encima del resto de los elementos. Pues
aquéllos nunca varían, nunca vacilan, nunca consienten los caprichos de otros
elementos, a diferencia del vulgo que ofrece precios de ganga en los mercados. Son
incorruptibles e ideales».
Sin embargo, el sosiego de los gases nobles es una rareza. Tan sólo una columna a
la izquierda se encuentran los gases más energéticos y reactivos de la tabla
periódica, los halógenos. Y si imaginamos que la tabla se curva sobre sí misma
como un mapa en la proyección Mercator, de tal manera que el este se toque con el
oeste y la columna dieciocho con la primera columna, en el extremo más occidental
aparecen elementos todavía más violentos, los metales alcalinos. Los pacíficos La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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gases nobles no son sino una zona desmilitarizada rodeada de vecinos inestables.
Aunque los metales alcalinos son metales normales en ciertos aspectos, en lugar de
oxidarse y corroerse pueden reaccionar de forma violenta y espontánea con el aire o
el agua. También forman una alianza basada en intereses mutuos con los gases
halógenos. Éstos poseen siete electrones en su capa más exterior, uno menos del
octeto que necesitan, mientras que los metales alcalinos tienen un electrón en la
capa exterior y un octeto completo en el nivel inferior. Así que resulta natural que
estos últimos cedan su electrón solitario a los primeros y que los iones positivo y
negativo resultantes formen un fuerte enlace.
Este tipo de vínculo se produce continuamente, y ésta es la razón de que los
electrones sean la parte más importante de los átomos. Como nubes que giran en
torno a un núcleo compacto, los electrones ocupan prácticamente todo el espacio
del átomo. Eso es así pese a que los componentes del núcleo, los protones y los
neutrones, son mucho más grandes que un electrón. Si ampliásemos un átomo
hasta el tamaño de un estadio de deportes, el núcleo rico en protones sería como
una pelota de tenis en medio del campo. Los electrones serían como cabezas de
alfiler que pasarían volando, pero a tal velocidad, y golpeándonos tantas veces por
segundo, que nos resultaría imposible entrar en el estadio: los percibiríamos como
una pared sólida. Es por eso por lo que cuando los átomos colisionan, el núcleo
sepultado en su interior no dice ni mu: sólo importan los electrones.
iii
Pero hay una pequeña salvedad: no debemos sentir demasiado apego por la imagen
de los electrones como diminutas bolitas que giran alrededor de un núcleo sólido. O,
si recurrimos a la metáfora más común, no conviene pensar demasiado en los
electrones como planetas en órbita alrededor de un núcleo o sol. La analogía de los
planetas es útil, pero como todas las analogías, es fácil llevarla demasiado lejos,
como algunos científicos renombrados han descubierto muy a disgusto.
Los enlaces entre iones explican que las combinaciones de halógenos y metales
alcalinos, como el cloruro de sodio (la sal de mesa), sean tan comunes. De modo
parecido, los elementos de las columnas que tienen dos electrones de más, como el
calcio, y los de las columnas que necesitan dos electrones, como el oxígeno,
también suelen establecer alianzas. Es la forma más fácil de satisfacer mutuamente
sus necesidades. Además, los elementos de columnas no recíprocas también pueden La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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aliarse según el mismo principio. Dos iones de sodio (Na
+
) se juntan con uno de
oxígeno (O
-2
) para formar óxido de sodio, Na2O. El cloruro de calcio, CaCl2, se forma
por la misma razón. Por regla general, podemos decir de un vistazo qué elementos
se combinan si nos fijamos en los números de sus columnas y calculamos sus
cargas. Esta pauta se deriva de la agradable simetría que presenta la tabla entre
sus extremos izquierdo y derecho.
Por desgracia, no toda la tabla periódica es tan limpia y ordenada. Pero los
elementos que se salen de la norma son lugares interesantes que merece la pena
visitar.
***
Hay un viejo chiste sobre un ayudante de laboratorio que una mañana irrumpe en el
despacho de un científico, histérico de alegría a pesar de haber pasado toda la
noche en vela trabajando. El ayudante, que sostiene un frasco tapado que sisea a
causa de la efervescencia del líquido verde que contiene, exclama que ha
descubierto un disolvente universal. Su jefe, ilusionado, examina la botella y le
pregunta: «Pero ¿qué es un disolvente universal?». Inquieto, el ayudante le
responde: «¡Un ácido que disuelve todas las sustancias!».
Tras pensar en lo que acaba de oír, pues ese ácido no sólo sería un milagro
universal, sino que los haría multimillonarios, el científico le replica: «Entonces,
¿cómo consigues guardarlo en un frasco de vidrio?».
Es un buen remate para el chiste, y no cuesta nada imaginar a Gilbert Lewis
esbozando una sonrisa, quizá triste. Los electrones están en la raíz de la tabla
periódica, y nadie hizo más que Lewis por dilucidar el comportamiento de los
electrones y la formación de enlaces entre átomos. Sus investigaciones sobre los
electrones revistieron una especial importancia para entender los ácidos y las bases,
así que Lewis hubiera advertido al instante lo absurdo de la afirmación del ayudante
de laboratorio. A un nivel más personal, el remate del chiste le habría recordado lo
veleidosa que puede ser la gloria científica.
Lewis fue un trotamundos. Creció en Nebraska, pero fue a la universidad y realizó
estudios de doctorado en Massachusetts alrededor de 1900. Luego estudió en La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
16 Preparado por Patricio Barros
Alemania con el químico Walther Nernst. Tan miserable le resultó la vida con este
tutor, a veces por razones legítimas y a veces por meras apreciaciones, que Lewis
regresó a Massachusetts a los pocos meses para ocupar una posición académica.
También aquí fue infeliz, así que huyó hacia las recién conquistadas Filipinas para
trabajar para el gobierno de Estados Unidos, llevándose consigo un solo libro, la
Química teórica de Nernst, para dedicarse varios años a identificar y publicar de
manera obsesiva artículos sobre cualquier error sin importancia que en él
descubriese.
iv
Con el tiempo, Lewis comenzó a añorarse y se procuró una plaza en la Universidad
de California en Berkeley, donde, a lo largo de cuarenta años, convirtió al
departamento de química en el mejor del mundo. Esto puede parecer un final feliz,
pero no lo es. Lo más singular de Lewis es que probablemente fuera el mejor
científico que nunca llegó a conseguir el premio Nobel, y lo sabía. Nadie recibió más
nominaciones, pero su descarnada ambición y su historial de disputas en todo el
mundo le impidieron conseguir los votos suficientes. Pronto comenzó a dimitir (o se
vio forzado a dimitir) de posiciones de prestigio a modo de protesta, y se convirtió
en un hombre huraño y solitario.
Aparte de los motivos personales, Lewis nunca consiguió el premio Nobel porque su
trabajo era más amplio que profundo. No descubrió nada sorprendente, nada que
realmente despierte el asombro. Al contrario, se pasó la vida refinando nuestro
conocimiento sobre cómo se comportan los electrones de un átomo en distintas
situaciones, sobre todo en las moléculas conocidas como ácidos y bases. En
términos generales, cuando los átomos intercambian electrones rompiendo o
estableciendo enlaces, los químicos dicen que «reaccionan». Las reacciones ácidobase son un ejemplo claro y a menudo violento de esos intercambios, y el trabajo
de Lewis sobre los ácidos y las bases contribuyó mucho a nuestro conocimiento de
lo que significa intercambiar electrones a un nivel submicroscópico.
Antes de 1890, los científicos juzgaban los ácidos y las bases probándolos o
tocándolos con un dedo, que desde luego no son los métodos más seguros ni los
más fiables. Al cabo de unas décadas, los científicos se dieron cuenta de que los
ácidos eran, en esencia, donadores de protones. Muchos ácidos contienen
hidrógeno, un elemento simple formado por un electrón alrededor de un protón (lo La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
17 Preparado por Patricio Barros
único que encontramos en el núcleo del hidrógeno). Cuando un ácido, por ejemplo
el ácido clorhídrico (HCl), se mezcla con agua, se divide en H+ y Cl
-
. Cuando se
despoja al hidrógeno de su electrón negativo, queda un protón desnudo, H
+
, que se
mueve a su aire. Los ácidos débiles como el vinagre dejan unos pocos protones en
solución, mientras que los ácidos fuertes como el sulfúrico dejan la solución
abarrotada de protones.
Lewis llegó a la conclusión de que esta definición de ácido limitaba demasiado a los
científicos, pues algunas sustancias actúan como ácidos sin que intervenga para
nada el hidrógeno. Así que modificó el paradigma. En lugar de decir que el H
+
se
separa, puso el énfasis en el hecho de que el Cl
-
se escapa con el electrón. En lugar
de un donador de protones, el ácido es un ladrón de electrones. En cambio, las
bases como la lejía o la sosa cáustica, que son lo opuesto de los ácidos, pueden
calificarse de donadores de electrones. Además de ser más generales, estas
definiciones hacen hincapié en el comportamiento de los electrones, y eso encaja
mejor con la química que representa la tabla periódica, que se basa también en los
electrones.
Aunque Lewis estableció su teoría durante las décadas de 1920 y 1930, los
científicos todavía utilizan sus ideas para hacer los ácidos más fuertes que puedan
existir. La fuerza de un ácido se mide con la escala del pH, en la que los números
más bajos corresponden a los ácidos más fuertes. En el año 2005 un químico de
Nueva Zelanda inventó un ácido basado en el boro que denominó carborano, con un
pH de -18. Para ponerlo en perspectiva, el agua tiene pH 7 y el HCl concentrado de
nuestro estómago tiene pH 1. Pero de acuerdo con el inusual método de cálculo de
la escala del pH, bajar una unidad (por ejemplo, de 4 a 3) significa multiplicar por
diez la fuerza de un ácido. Así que pasar del ácido del estómago, de pH 1, al ácido
basado en boro, de pH -18, implica que este último es diez trillones de veces más
fuerte. Esta cifra corresponde de manera aproximada al número de átomos que,
apilados, llegarían a la Luna.
Peores aún son algunos ácidos basados en el antimonio, el elemento que
probablemente cuente con la historia más llamativa de toda la tabla periódica.
v
Nabucodonosor, el rey que mandó construir los Jardines Colgantes de Babilonia en
el siglo vi a.C., utilizó una ponzoñosa mezcla de antimonio y plomo para pintar de La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
18 Preparado por Patricio Barros
amarillo los muros de su palacio. Al poco tiempo, y quizá no por casualidad,
enloqueció hasta tal punto que dormía al raso en los prados y se alimentaba de
hierba igual que los bueyes. Más o menos por la misma época, las mujeres egipcias
se aplicaban una forma distinta de antimonio en unas mascarillas que usaban tanto
para decorarse la cara como para adquirir poderes brujeriles para echar el mal de
ojo a sus enemigas. Más tarde, los monjes medievales, por no hablar de Isaac
Newton, se obsesionaron con las propiedades sexuales del antimonio y decidieron
que este medio metal, medio aislante, pero ni una cosa ni la otra, era hermafrodita.
Las píldoras de antimonio también se hicieron célebres como laxantes. A diferencia
de las modernas píldoras, éstas no se disolvían en los intestinos, y se consideraban
tan valiosas que la gente las buscaba entre los excrementos para volver a usarlas.
Algunas familias afortunadas llegaron a pasar los laxantes de padres a hijos. Quizá
por esta razón, el antimonio se usó mucho como medicina, aunque en realidad es
tóxico. Es probable que Mozart muriera por tomarlo en exceso para combatir una
fiebre pertinaz.
Pero los científicos lograron al fin dominar el antimonio. Hacia los años setenta del
siglo xx, se dieron cuenta de que su capacidad para acaparar a su alrededor
elementos ávidos de electrones lo hacía perfecto para construir ácidos a medida.
Los resultados fueron tan sorprendentes como los superfluidos de helio. Mezclando
pentafluoruro de antimonio, SbF5, con ácido fluorhídrico, HF, se obtiene una
sustancia con un pH de -31. Este superácido es 100 billones de trillones de veces
más fuerte que el ácido del estómago y atraviesa el cristal tan fácilmente como el
agua el papel. No es posible sostener una botella de este ácido porque, después de
acabar con el vidrio, disolvería las manos. En respuesta al profesor del chiste, se
guarda en contenedores especiales con un revestimiento de teflón.
A decir verdad, afirmar que la mezcla de antimonio es el ácido más fuerte del
mundo tiene un poco de trampa. Por sí solos, SbF5 (un ladrón de electrones) y HF
(un dador de protones) son bastante malos, pero sólo alcanzan el nivel de
superácido cuando se multiplica su potencia al mezclarlos. Sólo son los más fuertes
en condiciones especiales. En realidad, el ácido que por sí solo es el más fuerte de
todos sigue siendo el carborano, un compuesto de boro (HCB11Cl11). Para remate,
este ácido de boro tiene la gracia de ser a un mismo tiempo el ácido más fuerte del La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
19 Preparado por Patricio Barros
mundo y el más suave. Para entender cómo se come eso, hay que recordar que los
ácidos se dividen en una parte negativa y una positiva. En el caso del carborano, se
obtiene H
+
y una compleja estructura en forma de jaula formada por todo lo demás
(CB11Cl11
-
). En la mayoría de los ácidos, la parte corrosiva y cáustica que quema la
piel es la negativa. Pero la estructura que forma el boro en este compuesto es una
de las moléculas más estables jamás inventadas. En ella, los átomos de boro
comparten electrones con tal generosidad que la estructura es prácticamente como
el helio, así que no anda por ahí arrancándoles los electrones a otros átomos, que
suele ser la causa de las carnicerías que hacen los ácidos.
Entonces, ¿para qué sirve el carborano, aparte de disolver botellas de vidrio o hacer
agujeros en cajas fuertes? Puede aumentar el octanaje de la gasolina, y también
hacer más digeribles las vitaminas. Pero lo más importante es su uso como
«guardería» química. Muchas de las reacciones químicas en las que intervienen
protones no se producen mediante un rápido y limpio intercambio, sino que
requieren varios pasos, en los que los protones cambian de mano en cuestión de
billonésimas de segundo, tan rápido que los científicos se quedan sin saber qué es
lo que realmente ocurre. Pero el carborano, al ser tan estable y tan poco reactivo,
inunda la solución con protones e inmoviliza las moléculas en los pasos intermedios
cruciales. El carborano guarda las formas intermedias sobre un blando y seguro
cojín. En cambio, los superácidos de antimonio no sirven para este propósito, pues
destrozan las moléculas que más interesan a los científicos. A Lewis le hubiera
gustado ver ésta y otras aplicaciones de su trabajo con los electrones y los ácidos;
tal vez eso lo hubiera animado en los oscuros años postreros de su vida. Pese a
haber trabajado para el gobierno durante la primera guerra mundial y haber
realizado valiosas aportaciones a la química hasta pasados sus sesenta años, no lo
tomaron en consideración para el proyecto Manhattan de la segunda guerra
mundial. Eso lo disgustó, pues muchos de los químicos que él había atraído a
Berkeley desempeñaron papeles importantes en la construcción de la primera
bomba atómica y se convirtieron en héroes nacionales. Él, en cambio, pasó la
guerra ocupado en sus cosas, hundido en la nostalgia y escribiendo una melancólica
novela barata sobre un soldado. Murió solo en su laboratorio en 1946.
El consenso general es que, después de fumar veintitantos cigarros al día durante La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
20 Preparado por Patricio Barros
más de cuarenta años, Lewis murió de un ataque al corazón. Pero resulta difícil
obviar el hecho de que la tarde en que falleció su laboratorio olía a almendras
amargas, un olor que delata al cianuro. Lewis utilizaba cianuro en sus
investigaciones, así que existe la posibilidad de que vertiera un bote de este
producto tras sufrir un paro cardíaco. Por otro lado, aquel mismo día, pese a su
inicial reticencia, Lewis había almorzado con un químico rival y más carismático que
había recibido el premio Nobel y había actuado de asesor especial en el proyecto
Manhattan. Por la mente de algunas personas siempre ha rondado la idea de que el
colega galardonado acabó de trastornar a Lewis. De ser así, su facilidad para la
química habría resultado ser tan oportuna como desafortunada.
Además de los metales reactivos en la costa oeste, y halógenos y gases nobles por
toda la costa este, la tabla periódica contiene unas «grandes llanuras» que se
extienden por su parte central, desde la columna tres a la doce, donde habitan los
metales de transición. A decir verdad, los metales de transición tienen una química
que exaspera, y se hace difícil decir algo general sobre ellos, si no es que conviene
andarse con cuidado. Los átomos más pesados de los metales de transición tienen
más flexibilidad que otros átomos en la forma de almacenar sus electrones. Al igual
que otros átomos, poseen distintos niveles de energía (que se designan uno, dos,
tres, etc.), dispuestos de manera que los niveles de menor energía quedan
sepultados bajo los niveles de mayor energía. También luchan con otros átomos
para conseguir llenar con ocho electrones el nivel de energía más externo. Lo que
resulta más complicado es saber qué constituye ese nivel exterior.
A medida que nos desplazamos por la horizontal de un lado a otro de la tabla
periódica, cada elemento posee un electrón más que su vecino de la izquierda. El
sodio, el elemento once, normalmente tiene once electrones; el magnesio, el
elemento doce, tiene doce electrones; y así sucesivamente. A medida que los
elementos aumentan de tamaño, no sólo ordenan sus electrones en niveles de
energía, sino que los almacenan en cubiertas de distintos tamaños, que reciben el
nombre de capas. Pero como los átomos son unos conformistas desprovistos de
imaginación, llenan las capas y los niveles de energía en el mismo orden en toda la
tabla. Los elementos de las columnas situadas a la izquierda de la tabla ponen el
primer electrón en una capa s. Esta capa es esférica, pequeña, y en ella sólo caben La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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dos electrones, lo que explica las dos columnas más altas de la izquierda. Tras
situar estos dos primeros electrones, los átomos buscan algo un poco más
espacioso. Si saltamos de una torre a otra de la tabla, encontraremos que los
elementos de las columnas del lado derecho comienzan a empaquetar los nuevos
electrones uno a uno en una capa p, que se asemeja un poco a un pulmón
contrahecho. Las capas p pueden alojar seis electrones, y de ahí que a la derecha
de la tabla encontremos tres columnas más altas. Es importante observar que a lo
largo de cada una de las filas de la parte superior, los dos electrones de la capa s
más los seis de la capa p dan un total de ocho electrones, el número que la mayoría
de los átomos intentan tener en corteza más exterior. A excepción de los gases
nobles, que se bastan por sí mismos, los electrones de la capa exterior de todos
estos elementos están disponibles para saltar a otros átomos o reaccionar con ellos.
Estos elementos se comportan de una manera lógica: si se añade un nuevo
electrón, el comportamiento del átomo debe cambiar, puesto que ahora dispone de
más electrones para participar en reacciones.
Ahora viene la parte más frustrante. Los metales de transición aparecen en las
columnas tres a doce de las filas cuatro a siete, y comienzan a colocar electrones en
las llamadas capas d, que pueden alojar diez electrones. (Las capas d se parecen
más o menos a globos maltrechos con forma de animales.) A juzgar por lo que cada
uno de los elementos previos ha hecho con sus capas, uno esperaría que los
metales de transición pusieran cada uno de los electrones de la capa ^ en la capa
más externa y que esos electrones estuvieran disponibles para intervenir en
reacciones. Pero no ocurre así, sino que los metales de transición prefieren esconder
sus electrones adicionales debajo de otras capas. La decisión de los metales de
transición de violar la convención enterrando sus electrones de la capa p puede
parecer una torpeza, además de ir contra el sentido común. A Platón no le hubiera
gustado. Pero así funciona la naturaleza, y no hay nada que podamos hacer al
respecto.
Entender este proceso tiene sus ventajas. Normalmente, a medida que nos
desplazamos en sentido horizontal por la tabla, la adición de un electrón a cada
metal de transición debería alterar sus propiedades, tal como pasa con los
elementos de otras partes de la tabla. Pero como los metales esconden sus La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
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electrones de la capa d en el equivalente del falso fondo de un cajón, esos
electrones quedan protegidos. Cuando otros átomos intentan reaccionar con los
metales, no consiguen alcanzar esos electrones, y la consecuencia es que muchos
metales de una misma fila dejan expuesto el mismo número de electrones. Por este
motivo, se comportan químicamente de manera muy parecida. Y por eso, desde un
punto de vista científico, muchos metales parecen indistinguibles y actúan de forma
indistinguible. Son masas frías y grises porque sus electrones externos no les dejan
otra opción que conformarse. (Pero, claro, para acabar de confundir las cosas, en
algunas ocasiones los electrones sepultados se levantan y reaccionan. Eso es lo que
provoca las ligeras diferencias entre los metales. Y también es la razón de que su
química sea tan exasperante.)
Los electrones de la capa f son igual de desordenados. Las capas f comienzan a
aparecer en la primera de las dos filas sueltas de metales que se sitúan bajo la tabla
periódica, un grupo que recibe el nombre de lantánidos. (También se llaman tierras
raras, y tal como indican sus números atómicos, del cincuenta y siete al setenta y
uno, en realidad pertenecen a la sexta fila. Fueron relegados a la base para que la
tabla fuera más compacta y manejable.) Los lantánidos esconden sus nuevos
electrones aún más profundamente que los metales de transición, a menudo dos
niveles de energía por debajo. Esto significa que se parecen entre sí incluso más
que los metales de transición y que cuesta mucho distinguirlos. Desplazarse por
esta fila es como conducir de Nebraska a Dakota del Sur y no darse cuenta de que
se ha cruzado la frontera entre dos estados.
Es imposible encontrar en la naturaleza una muestra pura de un lantánido, pues sus
hermanos siempre la contaminan. En un caso célebre, un químico de New
Hampshire intentó aislar el tulio, el elemento sesenta y nueve. Comenzó con
enormes platos de un mineral rico en tulio, que trató repetidamente con sustancias
químicas y con calor, un proceso que purificaba el tulio en una pequeña fracción de
cada vez. La disolución llevaba tanto tiempo que al principio sólo podía hacer uno o
dos ciclos al día. No obstante, repitió este tedioso proceso mil quinientas veces, a
mano, reduciendo cientos de kilos de mineral a unos pocos gramos antes de quedar
satisfecho con su pureza. Aun entonces quedaba algo de contaminación por otros
lantánidos cuyos electrones estaban tan profundamente sepultados que no había La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
23 Preparado por Patricio Barros
manera química de agarrarlos para sacarlos de allí.
El comportamiento de los electrones es lo que subyace a la tabla periódica. Pero
para entender de verdad los elementos, no podemos ignorar la parte que constituye
más del 99 por ciento de su masa: el núcleo. Y si los electrones obedecen las leyes
del mayor de los científicos que nunca ganó el premio Nobel, el núcleo obedece los
dictados del que probablemente sea el más inverosímil de los galardonados con el
Nobel, una mujer cuya carrera fue incluso más nómada que la de Lewis.
María Goeppert nació en Alemania en 1906. Aunque su padre era la sexta
generación de catedráticos, María tuvo problemas para convencer a un programa de
doctorado de que la admitiera, de modo que anduvo saltando de una universidad a
otra, tomando clases donde podía. Por fin logró finalizar su doctorado en la
Universidad de Hannover, donde defendió su tesis frente a profesores que no
conocía. Como era de esperar, sin recomendaciones ni contactos ninguna
universidad estaba dispuesta a contratarla después de graduarse. Sólo logró entrar
en la ciencia de forma indirecta, a través de su marido, Joseph Mayer, un profesor
de química estadounidense que realizaba una estancia en Alemania. Regresó con él
a Baltimore en 1930, y quien ahora se hacía llamar Goeppert-Mayer comenzó a
trabajar con Mayer y a acompañarlo a congresos. Por desgracia, Mayer perdió su
trabajo varias veces durante la Gran Depresión, y la familia tuvo que pasar por
universidades de Nueva York y luego Chicago.
La mayoría de las universidades toleraban que Goeppert- Mayer se acercara por allí
a charlar sobre ciencia. Algunas incluso tuvieron el detalle de darle trabajo, aunque
rehusaron pagarle, y le asignaban temas típicamente «femeninos», como el origen
de los colores. Tras la Gran Depresión, cientos de sus colegas fueron convocados
para trabajar en el proyecto Manhattan, que tal vez haya sido el más vitalizador
intercambio de ideas científicas de toda la historia. Goeppert-Mayer recibió una
invitación para participar, pero en aspectos periféricos, en un inútil proyecto
secundario dirigido a separar uranio con destellos de luz. Seguro que, en privado, se
sintió frustrada, pero ansiaba hacer ciencia lo bastante como para continuar
trabajando en esas condiciones. Tras la segunda guerra mundial, la Universidad de
Chicago por fin la tomó lo bastante en serio como para convertirla en profesora de
física. Le dieron su propio despacho, pero el departamento seguía sin pagarle por su La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
24 Preparado por Patricio Barros
trabajo.
Pese a ello, animada por su nuevo cargo, en 1948 comenzó a investigar sobre el
núcleo, el cerne y esencia del átomo. En el interior del núcleo, el número de
protones positivos, es decir el número atómico, determina la identidad del átomo.
Dicho de otro modo, un átomo no puede ganar o perder protones sin convertirse en
otro elemento. Los átomos tampoco suelen perder neutrones, pero los átomos de
un elemento pueden tener distinto número de estas partículas, constituyendo
variaciones que reciben el nombre de isótopos. Por ejemplo, los isótopos plomo-204
y plomo-206 tienen idéntico número atómico (82) pero difieren en el número de
neutrones (122 y 124). El número atómico más el número de neutrones
corresponde al peso atómico. Hicieron falta muchos años para que los científicos
entendieran la relación entre el número atómico y el peso atómico, pero cuando lo
hicieron, la ciencia de la tabla periódica ganó mucho en claridad.
Goeppert-Mayer sabía todo esto, desde luego, así que se dedicó a un misterio aún
más difícil de entender, un problema de una sencillez engañosa. El elemento más
simple del universo, el hidrógeno, es también el más abundante. El segundo
elemento más simple, el helio, es el segundo más abundante. En un universo
ordenado con elegancia, el tercer elemento, el litio, debería ser el tercer elemento
más abundante, y así sucesivamente. Pero nuestro universo no está tan ordenado.
El tercer elemento más común es el oxígeno, el elemento ocho. Pero ¿por qué? Los
científicos podían responder que el oxígeno tiene un núcleo muy estable, así que no
se descompone, no se «desintegra». Pero eso sólo suscita una nueva pregunta:
¿por qué ciertos elementos como el oxígeno tienen núcleos tan estables?
A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, Goeppert-Mayer vio en esto un
paralelo con la increíble estabilidad de los gases nobles. Propuso que en el núcleo
los protones y los neutrones se sitúan en capas igual que los electrones en la
corteza, y que, del mismo modo, completar las capas del núcleo confiere
estabilidad. Para un lego, esto parece razonable, un bonita analogía. Pero un premio
Nobel no se gana con conjeturas, sobre todo si el galardón recae en una profesora
sin sueldo. Para colmo, esta idea contrariaba a los científicos nucleares, pues los
procesos químicos y los nucleares son independientes. No hay razón alguna para
que los formales y hogareños neutrones y protones se comporten como los La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
25 Preparado por Patricio Barros
pequeños y caprichosos electrones, dispuestos a abandonar su casa por la de unos
vecinos atractivos. Y lo cierto es que, por lo general, no se comportan así.
Pese a todo ello, Goeppert-Mayer le siguió la pista a su intuición, y conectando una
serie de experimentos independientes, demostró que los núcleos tienen capas y que
forman lo que ella denominó núcleos mágicos. Por complejas razones matemáticas,
los núcleos mágicos no aparecen siguiendo una periodicidad como las propiedades
de los elementos. La magia se produce en los números atómicos dos, ocho, veinte,
veintiocho, cincuenta, ochenta y dos, y otros superiores. Las investigaciones de
Goeppert-Mayer demostraron que, para esos números, los protones y los neutrones
se ordenan en esferas muy simétricas de gran estabilidad. En el oxígeno, además,
coinciden ocho protones con ocho neutrones, lo que lo hace doblemente mágico y,
por tanto, eternamente estable, y explica su evidente sobreabundancia. Este
modelo también explica de un solo golpe por qué los elementos como el calcio
(veinte) tienen una abundancia desproporcionada y, no por casualidad, nuestros
cuerpos emplean estos minerales tan fáciles de obtener.
En la teoría de Goeppert-Mayer reverbera la idea de Platón de que las formas bellas
se acercan a la perfección, y su modelo de núcleos mágicos, con forma de orbe, se
convirtió en la forma ideal respecto a la cual se juzgan todos los núcleos. A la
inversa, los elementos situados muy lejos entre dos números mágicos son menos
abundantes porque forman unos feos núcleos oblongos. Los científicos han
descubierto incluso formas de holmio (el elemento sesenta y siete) hambrientas de
neutrones que dan lugar a un núcleo deforme y tambaleante en forma de pelota de
fútbol americano. Como puede deducirse del modelo de Goeppert-Mayer (o
imaginarse al ver un balón suelto en un juego de fútbol americano), los ovoides del
holmio no son muy estables. Además, a diferencia de los átomos con capas de
electrones no equilibradas, los átomos con núcleos distorsionados no pueden robar
neutrones o protones de otros átomos para equilibrarse. Así que los átomos con
núcleos contrahechos, como esa forma de holmio, casi nunca se constituyen y, si lo
hacen, enseguida se desintegran.
El modelo de las capas del núcleo es un ejemplo de física brillante. Por eso
Goeppert-Mayer, con su precario estatus entre los científicos, debió quedar
consternada al descubrir que su modelo había sido desarrollado también por otros La cuchara menguante www.librosmaravillosos.com Sam Kean
26 Preparado por Patricio Barros
físicos en su propia patria. Corría el riesgo de perder el crédito por todo su trabajo.
Sin embargo, ambos lados habían llegado a la misma idea de manera
independiente, y cuando los alemanes tuvieron la cortesía de reconocer su trabajo y
la invitaron a colaborar con ellos, la carrera de Goeppert-Mayer por fin despegó.
Recibió los honores que le correspondían, y ella y su marido se mudaron una última
vez, en 1959, a San Diego, donde comenzó un nuevo trabajo, esta vez remunerado,
en el recién estrenado campus que allí tiene la Universidad de California. Aun así,
nunca pudo sacudirse del todo el estigma de ser una aficionada. Cuando la
Academia Sueca anunció en 1963 que le concedían el mayor honor de su profesión,
un periódico de su ciudad celebró su gran día con el titular: «Madre de San Diego
gana el premio Nobel».
Pero supongo que todo es cuestión de perspectiva. Si los periódicos hubieran
publicado un titular igual de degradante sobre Gilbert Lewis por el mismo motivo,
éste seguro que se hubiera entusiasmado.
Al leer la tabla periódica en sentido horizontal, línea a línea, se aprende mucho
sobre los elementos, pero eso sólo es una parte de la historia, y ni siquiera la
mejor. Los elementos de la misma columna, los vecinos latitudinales, están
relacionados de una manera mucho más íntima que los vecinos longitudinales. La
gente está acostumbrada a leer de izquierda a derecha (o de derecha a izquierda)
en casi todos los lenguajes humanos, pero leer la tabla periódica de arriba abajo,
columna a columna, como en algunas formas de japonés, pone de manifiesto mucho
más significado. Se revela así un subtexto rico en relaciones entre los elementos,
que incluye algunas rivalidades y antagonismos inesperados. La tabla periódica
tiene su propia gramática, y al leerla entre líneas se descubren muchas historias
nuevas.
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